Diez

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Con una barriga de ocho meses, le pregunté al ginecólogo:

–Y de los partos que asiste, ¿qué porcentaje son cesáreas?

Me miró ojiplático, porque Señora, las embarazadas de su edad deberían preocuparse de otras cosas, de los patucos, los cursos del bautismo, ¿Tiene elegido ya el nombre? ¿Seguro que Erik no es un poco raro, con los nombres tan bonitos que tenemos en nuestra tierra? ¿Antonio, Manolo, David? ¿Esos nombres no le gustan? El moisés, la canastilla aún no está completa, ay madre, la bañerita, no tengo bañerita, las gasas y pañales de primera postura, los gorros para que el bebé no pierda calor por la cabeza, Unos patucos. Sin olvidar el carro con su grupo cero y todo, ese que tienes que encargar con meses de antelación cuando tu panza aún es la de una comilona con cerveza -muchas cervezas-, cuando en tu interior lo que hay es un pequeño grano de trigo apenas germinado.

–¿Qué porcentaje son cesáreas?, le repito. Y ya no me mira sorprendido, sino visiblemente molesto.

Todo el mundo puede cuestionar todas las profesiones, pero no la de un médico, porque a nadie se le ocurre molestar a un médico que luego te va a meter las manos entre las piernas para sacarte una vida. Pura supervivencia.

–Las necesarias -me dijo.

Hasta que no me dio un número, no paré. Y no me marché hasta que no conseguí arrancarle el compromiso de que la cesárea sólo la contemplaba si era estrictamente necesaria.

El día exacto que me anunciaron nueve meses antes, rompí aguas y aquella calidez bajó por mis piernas como una promesa anticipada. Me puse a ver la película «El hombre que susurraba a los caballos» por alguna razón que no alcanzo hoy día a averiguar, pero sólo cuando terminó me fui al hospital.

Me atendieron matrones y me gustó, no sé por qué. Cada media hora se acercaban por la sala, asomando la cabeza tímidamente. ¿Qué? ¿Tenemos ya dolores? Y yo sacudía la cabeza a ambos lados, mientras ellos sonreían entre sorprendidos y extrañados. ¿No le duele? No. Pues ha dilatado un centímetro más. Ya. ¿Y entonces no duele? No. ¿Ponemos ya la epidural para cuando duela? No. ¿Oxitocina? No. Que nazca cuando quiera. Ya. Pero estás cansada, muy cansada.

Las cuatro chicas que entraron conmigo fueron cesáreas. Erik, sin embargo, nació tras un agotador trabajo de parto sin apenas dolor. Tuvieron que provocarle el llanto para que respirara su nueva vida, y en cuanto escuchó mi corazón, pegado a mi pecho, se quedó en silencio para escuchar mis latidos. Nunca he vuelto a sentir tanta felicidad por una omisión.

Es curioso. La primera vez que un chico me dijo ‘te quiero’ creí atragantarme de felicidad, como cuando engulles de merienda un gran trozo de pan con chocolate y se detiene ahí, a medio camino, pasando muy lentamente sin apenas dejarte respirar.

Esas dos palabras fueron como el chocolate varias veces. También con panes distintos. Cada ocasión fue única a su manera, porque así de maravillosa es la vida. Hasta que llegó ÉL y sus silencios.

Hay quien piensa que el amor es un ingrediente obligado cuando la misma sangre -o la misma carne- nos acuna. Pero no hay amor más difícil y gratificante que el conquistado día a día en nuestra propia tierra. Por eso hace diez años que esas dos palabras no caben ya en ningún sitio. Y al chocolate, lo dejo que se deshaga en mi boca.

Felicidades, mi niño grande.

Xenia García

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