Madre

Comparte este artículo...

La madre que me parió no sólo me dio la vida. Una que -muchos años después- también es madre, sabe que parir es lo de menos. Con epidural o sin ella; con matrona, doula o a pelo; acompañada o sola. Esos momentos se desvanecen rápidamente, se entierran con las endorfinas y te preparan el cuerpo para los sinsabores y las alegrías que aún están por venir.

La madre que me parió me dibujó cada día. Unas veces a carboncillo. Otras a óleo. Pero siempre con mano firme y delicada. Me moldeó tímidamente hasta hacerme vasija. Me llenó de experiencias y valentías. De rebeldías y fortalezas. De preguntas y respuestas. Aquellos momentos en los que me desbordé, recogió mis desechos sutilmente con el pequeño hueco de las palmas de sus manos.

La madre que me parió me educó en libertad y en el respeto por lo diferente. Nunca me obligó a ir a misa aún siendo la norma y aceptó mis decisiones si estaban argumentadas. Jamás me arrancó una falda muy corta. Cuando me equivoqué, no escuché de ella un «te lo dije», aún cuando sí lo había hecho.

La madre que me parió sigue cuidándome cada día. Lo hace sin aspavientos ni ademanes. Como sólo las madres saben hacerlo. Con la naturalidad y la experiencia de años de abnegación.

Su risa retumba contagiosa en mis costillas cuando se carcajea. Porque mi madre se ríe con la boca abierta de pura hilaridad, en un ofrecimiento sin complejos de lo que apenas se guarda para ella. Ríe con las pupilas y el cuerpo, y en esa marea, arrastra a mis hijos de la mano. Es esa fuerza y regocijo -puro egoísmo el mío- el que me ha llamado a gritos cuando he estado lejos. O en los días de sombrío desconsuelo.

Viéndola, pudiera parecer que una abandonara su existencia para ser Madre. Ese nombre que todo lo llena. Ese sustantivo que no deja cabida para desarrollos personales, profesionales o amores de otra índole. Pero basta rascar un poquito para ver la mujer que esconde.

Es perverso el ser humano al esperar no tener para agradecer o echar en falta. Yo, por si acaso, agradezco en silencio tenerla. Y disfruto al cogerla de la mano. Al charlar a su lado. Al contarle batallas diarias aunque no siempre las entienda. Festejando  la suerte incontestable de contar con ella.

Y pienso que -a falta de poder darle la vida- me gustaría dibujarla algún día. Ya sea a carboncillo o acuarela. Con mano firme y delicada. Recogiendo cuando lo tenga su dolor con el hueco de las palmas de mis manos. Respetando sus decisiones. No empuñando jamás un «ya te lo dije». Cuidándola sin modos exagerados.Y, sobre todo, alentando su risa.

Pura falacia la ilusión que tenemos los hijos de corresponder-alguna vez-con parte de lo que ellas nos dieron.

Xenia García

Comparte este artículo...

4 comentarios

  1. Como siempre me ha emocionado tu relato, pero este me ha llegado al alma, porque no hay un cariño más desinteresado e impagable como el que da una madre y, además, no nos damos cuenta de ello y de lo que nos quiere hasta que no somos madres. La mía cuando nació mi primer hijo me dijo «¿Te das cuenta ahora de lo que te quiero?» Y tenía toda la razón, hasta entonces no fui consciente de eso y de muchas otras cosas. Un beso y sigue así. Tu compi Mª Ángeles

  2. ¡Muchísimas gracias a ti por comentar en el blog! La de veces que escuché «cuandos seas padre, comerás huevos». Y cuánta razón 😉

    Besitos desde el otro lado del patio 🙂

  3. Bravo! Por ti por este texto, por ti y por todas las madres, por las que lo somos, las que lo van a ser, o las que se sienten sin serlo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *