Silencios, clávale un tenedor, compases, palabras y El trigo que cae

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Yo quería ser artista, pero en un escenario sin testigos; hacer vibrar con zapatos de bailaora el suelo. Crear música, sin temor a resquebrajar muchas expectativas. Entre compás y compás, los silencios.

Silencios.

Yo quería ser artista y no quería hacer la comunión. Pensaba que los pecados se cantaban y bailaban en público, como las bulerías, delante de familiares y compañeros en medio de la liturgia. Las palabras, ya se sabe, dejan de pertenecer a una cuando se lanzan al vacío y otros las cogen. Incluso cuando las rozan ya no huelen igual.

Yo no quería desprenderme de las palabras. Me daba miedo enfrentarme a un jurado colectivo que decidiera que no era lo suficientemente lo que fuera y que no cumplía con los estandartes de la moralidad imperante.

En realidad, yo no quería hacer la comunión porque había cometido un crimen que no confesé hasta muchos años más tarde. Era la época de los primeros mandos a distancias con botones casi nobles, de los juguetes teledirigidos para niños que contribuirían a la obesidad infantil en su pereza más absoluta y de las muñecas peponas para futuras madres:

—¿Por qué anda? ¿Qué tendrá dentro?—me preguntó un día mi hermano lleno de curiosidad por los mecanismos que hacían moverse a su robot.

—No sé.

— ¿No?

—Ni idea.

—¿Qué pasa si vemos lo que tiene dentro?

—Vale. Clávale un tenedor —le susurré.

Y él lo hizo. Le clavó el tenedor en el ojo izquierdo y su amigo se desinfló al instante. Lo castigaron. Durante esos días, comencé a vislumbrar el inmenso poder de la palabra:

Clávale un tenedor.

Hice la comunión con tirabuzones después de todo un día sufriendo la tensión de los bigudíes en mi cabeza, Clávale un tenedor, aunque compartí en privado el gran crimen, postrada en un reclinatorio tapizado. Durante esos años, hacer la comunión se festejaba con una merienda en casa rodeado de familiares cercanos.

Mi tía Amparo me regaló entonces mi primer diario, forrado de piel verde y con una llave que aún hoy abre puertas. Aquella libreta fue la primera de las once que le siguieron, y que han ido acompañándome de casa en casa atesoradas en un baúl que mi abuelo talló con sus manos. Lo único que conservo de él lo hizo con ellas.

Todos mis recuerdos tienen que ver con el lenguaje. Con las manos. Con el olor de la madera.

Por aquellos días comencé a escribir. Tenía siete años, muy poco que contar y mucho que inventar. Escribía en diarios sobre la realidad para dibujarla y darle color —el patio del colegio, mi primera mudanza, mi primera decepción— para vivirla de nuevo de otra forma. Hasta que un día te inventas finales y le sacas el tenedor del ojo al amigo de tu hermano, sin dolor, sin esa expiración que en su momento presenciamos él y yo, sin culpa alguna.

Mi hermano, sin saberlo, fue mi primer lector clandestino. Como muchos hermanos pequeños, leía mis diarios a escondidas, hasta que un día gritó: ¡mentira, mentira! ¡Eso no pasó así! Descubrí entonces que llevaba tiempo escribiendo ficción y que tenía un lector.

Yo quería ser artista pero no sabía qué hacer con un primer lector, así que comencé a hacer intersecciones con diagramas diferentes y el baile comenzó a ampliar sus silencios entre compases.

Silencios.

Clávale un tenedor.

Compases.

En el colegio, los diagramas de Venn no me salían porque yo me empeñaba en mezclar el baile con la escritura. Las intersecciones se complicaban sin remedio, que sí se puede, verás como se puede, prueba de nuevo con otro conjunto, con otros silencios, otros tenedores, otras mentiras. Ficción.

Escribí mi primera historia, mi primer intento de novela, luego hubo incluso una segunda. Tendría trece años, hombreras y tupé. Las historias eran exclusivamente para mí. Escribir mientras tus amigos salen. Escribir cuando ellos juegan al baloncesto. Escribir cuando comienzan a inventar palabras, ese ser un pringao, flipar, el ir maqueado, el no coscarse. El pudor que sentía entonces al subirme a un escenario lo trasladé a la escritura, así que los guardé en un cajón. Mi primer lector ya no estaba.

Luego pasó la vida. Siempre ocurre eso. La vida pasa y por más que tratemos de aferrarnos a las palabras todo ocurre con una rapidez abrumadora: me enamoro en inglés, viajo, el océano se siente demasiado grande, me vuelvo a enamorar, me caso, tengo un hijo, me marcho a Bilbao, sueño en inglés, se me cae el pelo, se me caen las palabras, olvido las palabras, ellas me olvidan. Vuelvo a mis raíces. Dejo de escribir y cada día que pasa siento que no escribir es como soñar sin acordarse luego, pero las palabras no vuelven.

Silencios.

Clávale un tenedor.

Compases.

Palabras.

Continúa pasando la vida y de nuevo comienzo a gatear en la escritura. Sé que necesito apoyo —mucho—pero me aventuro a salir del dormitorio y a pedir ayuda. Me enseñan a pedir. Él me anima a comenzar un blog, un nuevo comienzo desde otra ventana. Ya importa menos si los personajes son reales o inventados. Los amigos me animan a continuar. En el blog, por correo, en libretas, donde sea. Mis hijos me piden que les hable de mis cuentos y por fin los diagramas de Venn se acomodan en una intersección apetecible.

Mi marido me hace un regalo con forma de cuento: un cuento de estructura clásica con un claro deseo, un conflicto y con un único tema. Vuelve a pasar la vida y esos cuentos van asumiendo otra temperatura, se colman de titubeos y dilemas éticos.

Comienzo a asistir a talleres de escritura. Conozco a Sara Mesa, Inés Mendoza, Ángel Zapata, Eloy Tizón, Hipólito G. Navarro y a otros muchos que me enseñan sobre el correlato objetivo, las epifanías y elipsis.

Un día, un verano, me doy cuenta de que han pasado muchos años, de que ya no hay silencios ni tenedores. Ya no escribo diarios porque escribir es reinventarse en cada página y yo hace tiempo que no sé cómo soy. Todo cuento contiene dos historias, leo. Una visible y una secreta. El cuento hace aparecer algo que estaba oculto, algo enterrado, porque lo más importante nunca se cuenta sino que es la historia de lo no dicho.

Lo no dicho es que me atrevo a calzarme de nuevo los tacones de bailaora. Cuarenta y cinco grados no dichos. Cae por la frente el sudor de todos esos años, mientras el profesor me marca el ritmo a golpe de bastón. Los silencios, niña, los silencios, me grita mientras va cambiando el palo flamenco. No era una bulería, qué va, llevaba años intentando bailar unas alegrías acompañada de una falseta de guitarra.

Me digo:

Silencios.

Clávale un tenedor.

Compases.

Palabras.

El trigo que cae.

De pronto la tierra tiene sentido. Yo quería ser artista y bailar sobre ella, pero se me atragantaron los diagramas de Venn y comencé a tamborilear con mis dedos. Comencé a amasar otra arcilla, a esperar que cayera este grano de trigo y me abrazara con sus raíces.

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