Transparencias

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A veces yo también me compro cosas.  

Me acerco a mirar un vestido para estas fechas, un trapo que no sea ni corto-ni largo-ni serio-ni demasiado festivo. De la planta de señoras huyo hacia la de jovencitas y de nuevo vuelve esa sensación de tener los límites desenfocados, de esa indefinición y no pertenencia al grupo ni a nadie, de ser demasiado de una cosa y poquísimo de otra o viceversa.

Me recreo en esta diatriba cuando una señora con sus pieles, su perfume y su soledad pintada del mismo azul que sus párpados, se acerca a una percha en la que yo husmeo. La dependienta vuela hacia la recién llegada, solícita en exceso, y la señora se abre su abrigo de piel supongo que por el calor, aunque bien podría obedecer a una razón más peregrina:

—¿Puedo ayudarla?
—Sí, buscaba una blusa elegante para una cena con amigos. Esta es mona ¿verdad?
Le muestra una camisa blanca sobria. La mueve como una bandera y el vientecillo hace que me llegue su perfume. Jamás se me ocurriría hacer una pregunta como ésta a una dependienta. Y no por exceso de confianza en mí misma sino por falta de honestidad en los demás cuando hay un precio de por medio.


—Monísima. Va a estar usted espectacular. Muy elegante.

La señora parece ahora más alta. Yo acaricio otras blusas y faldas, aunque las pocas ganas de comprar —si es que alguna vez las hubo — se fueron hace tiempo. Continúo buscando algo que no sea ni largo ni corto ni serio ni demasiado jovial, pero entonces pienso en mí misma y sé que no, que no existe, y que en el fondo resulta mucho más tentador observar a otras comprar.

A unos metros de distancia —caigo ahora en la cuenta— permanece al acecho un señor con bastón. Es una percha más, inmóvil, hierático y tranquilo, hasta que ha visto algo en esa blusa mona que lo ha zarandeado y le ha hecho abrir los ojos. Es demasiado transparente, susurra. Pero como la señora de las pieles y párpados azulados y la dependienta solícita han entablado una conversación sobre las múltiples posibilidades de combinación de la camisa, el caballero se siente ninguneado y golpea el suelo con el bastón. Toc, toc. Dos golpecitos. Acelera el paso y se acerca. Toc, toc. Demasiado transparente, repite.

Esta vez tampoco parece que le presten mucha atención, así que coge a su señora del brazo con un Que no, que no, que es demasiado transparente y se la lleva de allí, arrastrándola con su bastón y todo, quién lo hubiera dicho, quién hubiera apostado por semejante fuerza en la recámara.
La señora apenas se despide de la dependienta con una caída lenta de párpados, que ahora parecen incluso de un azul más intenso. Quizás sea la soledad.

Yo a veces también me compro cosas. Y hoy no he logrado encontrar nada que no sea ni demasiado corto-ni largo-ni serio-ni demasiado festivo. Pero he visto entonces una camisa de encajes negra, transparente, transparentísima y no he podido resistirme. Cada vez que me la ponga me acordaré de todos esos señores con bastón que dictan a sus mujeres cómo vestirse y de todas las mujeres que se pintan los párpados de azul para sentir menos la soledad.

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