Alguien llama a la puerta de una casa y al abrir, el protagonista se encuentra con un hombre mutilado que le ofrece una foto que ha acabado de tomar de la casa hace unos segundos mediante una Polaroid. Así se gana la vida el hombre sin brazos. Con los ganchos (los garfios) sujeta la cámara y toma la instantánea. El hombre de la casa lo invita a pasar, y al cabo de unos instantes se da cuenta de que en la imagen que el otro hombre ha tomado aparece él justo mirando por la ventana de la cocina, lo que le parece extraordinario, ya que desde que se separó casi ni va hacia ese sector de la casa. Toman un café, intiman, y surge entre los dos personajes una conversación que revela algunos detalles de sus vidas amorosas.
Con este argumento aparentemente sencillo, Carver responde a la estructura de un cuento clásico, articulado en planteamiento, nudo y desenlace. Tiene también bien diferenciados sus dos puntos de giro: el primero (la invitación del protagonista a que el hombre mutilado entre en su casa, «Pase») que cambia el estado inicial de las cosas y que abre un abanico de posibilidades que nos invita a seguir leyendo. ¿Qué pasará? ¿Le comprará la fotografía? ¿Para qué quiere uno una fotografía de sí mismo en su propia casa? ¿Quizás para verse con otros ojos? Se trata, pues, de un relato riquísimo desde el plano metafórico, que desde el plano argumental podríamos resumir en una sola frase llena de matices: un hombre mutilado llama a mi casa para ponerme delante de una foto de mi vida.
El segundo punto de giro viene marcado por la verbalización del deseo del protagonista de comprarle la foto. «Me la quedaré», le dice al hombre mutilado después del café compartido. Esta frase cierra, por tanto, la isotopía anterior, ese primer punto de giro que había abierto una expectativa con cuatro posibilidades, como afirma Ángel Zapata en su libro La práctica del relato (Fuentetaja, 2003) cuando habla de la estructura del relato clásico.
Sin embargo, en un taller de cuentos al que asistí hace unos años, Ángel Zapata afirmó que a su juicio, el relato «Visor» de Carver respondía a la estructura de un cuento clásico pero se trata en realidad de un cuento contemporáneo. ¿Por qué esta afirmación? ¿Por qué estamos ante un cuento contemporáneo si la estructura responde a la de un cuento clásico?
Entre otros muchos argumentos, tenemos lo que Barthes llama textos escribibles, aquellos que requieren de una escritura por parte del lector, de un trabajo activo en su interpretación. “Por lo tanto, frente al texto escribible se establece su contravalor, su valor negativo, reactivo: lo que puede ser leído pero no escrito: lo legible. Llamaremos clásico a todo texto legible” (Barthes, 2005: 451). “
Argumentalmente, además, hay muchas situaciones y diálogos que tampoco tendrían cabida en un texto realista. El primero de ellos, el que nos sitúa y nos alerta como lectores, es la pregunta que el protagonista hace al hombre mutilado: «¿Cómo perdió las manos?». Recordemos que el inicio de todo cuento, las primeras frases, son esenciales para establecer el pacto con el lector y determinar ante qué género estamos y cuáles son las reglas del juego de la verosimilitud a las que nos vamos a someter.
La primera frase ya nos sitúa en la ambigüedad más absoluta produciendo un claro desconcierto en el lector donde todo lo narrado podría tanto ser real como una pesadilla. O, ¿acaso es normal que un hombre mutilado llame a nuestra puerta para vendernos una fotografía de nosotros mismos en nuestra propia casa?
A este respecto, también me parece reseñable la actitud de ambos personajes de no contarlo todo, de esconder o no compartir cierta información que no hace sino reforzar en el lector esa ambigüedad de la que hablábamos anteriormente. Claro ejemplo de este narrador inconfiable es, por ejemplo, la afirmación del protagonista tras dejar entrar al hombre mutilado: «Acababa de hacer también un poco de jalea, pero eso no se lo dije».
Lo mismo ocurre con el hombre mutilado, que no parece contarlo todo ni compartir toda la información, de forma que en la conversación que mantiene con el protagonista hay sobreentendidos y elipsis.
El eje del deseo
«Quien desea convoca un destino», escribió el psicoanalista C. G. Jung. Es decir, quien desea pone en marcha su realidad, abre su vida a que ocurran cosas, abre sus ojos a la posibilidad de otras historias.
Aunque puede parecer muy sencillo, ¿qué desea realmente el protagonista de «Visor»? Después de haber concentrado el que podría ser el argumento del relato (un hombre mutilado llama a mi casa para venderme y ponerme delante de los ojos una foto de mi vida), nos encontramos dispersos por todo el texto palabras relacionadas con el campo semántico de la visión, comenzando por el título. La primera de estas afirmaciones podría ser «Yo quería ver cómo sostenía la taza de café» que no es una frase (al igual que la inicial pregunta de cómo perdió las manos) propia de un relato realista. ¿Es propia de un tarado? ¿De alguien enfermo o con alguna fijación? ¿Era su deseo ver cómo se las arregla un hombre mutilado en la vida, o no será, quizás, que tras el abandono de su familia también él se siente mutilado y perdido?
Su deseo de ver parece, por tanto, evidente en el relato, pero en la misma medida que quiere no ver ese desastre en el que se ha transformado su vida («¿Por qué habría de querer yo una fotografía de tal desastre?». Y ese desastre es, obviamente, la soledad y el abandono de su familia. En definitiva, su herida. El protagonista/narrador dividido por su deseo de ver y no ver lo que le está ocurriendo también parece experimentar sentimientos angustiosos respecto a su persona, ya que en varias ocasiones del relato él mismo se percibe como un trozo, como un fragmento de él mismo (normalmente siempre hace referencia a su cabeza, su cabeza en la foto, su dolor de cabeza).
Toda esta riqueza metafórica del relato se ve concentrada en los garfios del hombre mutilado, que en este caso parece sustituir la pérdida que el personaje también ha padecido en carne propia. Tiene ganchos en lugar del amor de su familia, y por eso se presenta como un hombre mutilado, al que le falta algo.
El paralelismo entre ambos personajes es claro, tratándose de una historia de renacimiento y muy arquetípica, donde el hombre sin manos sería lo que Jung identificó como el ayudante (el mago), el sabio que inicia al protagonista. Dicho ayudante es también un sanador herido: el sanador lo es porque sana, pero a su vez está herido, lo cual constituye una paradoja existencial que se encarna en cada persona, tanto en la que busca curar su dolor como en la que ofrece curación.
El sanador herido es, pues, la figura arquetípica de la relación terapéutica, donde el ayudante ejecuta el arte de curar empatizando con la herida del paciente que le rememora y activa su propia herida, de modo que ayudado y ayudante se “pasan” sus roles haciendo fructíferamente sanador el dolor de ambos. Y en todo este entramado, el autoconocimiento es esencial (ese mirarse en una foto desde fuera, el ver en una fotografía todo su desastre).
¿Y cómo representa la sanación Carver en este relato con tantas lecturas? El punto álgido está al final del cuento, cuando el protagonista, gracias a la ayuda del sanador herido, se da cuenta al ponerse frente al fotógrafo de que tiene manos. A diferencia del mutilado, el protagonista sí que tiene manos y se da cuenta en una casi epifanía final de que esas manos le sirven para apedrear (a su familia, claro, que son los destinatarios de esas nuevas fotos que le ha pedido al fotógrafo que le haga). Es el culmen de la metáfora: fotografía no como la primera, donde él apenas es una pequeña cabeza, un trozo de sí mismo. Sino fotografías apedreando a su familia desde lo alto de la casa donde le han abandonado, mostrándose finalmente como un cuerpo vivo, en movimiento (así lo califica incluso el hombre mutilado), y no como se mostraba el personaje al inicio. Se cierra por tanto el círculo iniciado por el deseo del personaje y se culmina con el cambio experimentado por éste de una forma maestra y única.
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