La espera

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( photo credit: art crimes via photopin cc )

Cuando Carmen comenzó el colegio miraba fascinada las uñas pintadas de las chicas de El Blanco y Negro. Los tacones aún le quedaban muy lejos, pero sentía la certeza de que una vez que pudiera colorear sus uñas, la vida también la vería con más matices.

Las uñas lacadas llegaron casi a la par que el discreto carmín y el rubor en sus mejillas. Se sintió plena frente al espejo aunque defraudada al comprobar que todo su entorno parecía no deslumbrarse por su reciente belleza.

Así voló hacia una nueva espera.

Poco después, no fue bastante con el tenue maquillaje y se dijo que sentiría la misma felicidad henchida  que sus amigas al calzarse los primeros zapatos con algo de tacón y su primer sujetador.

Confiesa en susurros que ni la altura ni los pechos fueron suficientes y aún entonces se sintió insatisfecha. Por aquellos días comenzó a sospechar que la plenitud nunca llegaba para quedarse. Pero continuó poniéndola a prueba.

Carmen reconoce haber deambulado gran parte de su vida en una continua sala de espera. Me mira desde el cansancio y la paciencia. Con ausencia de prisas y tiranías. No me toca hasta las 11, me dice. Pero para esperar en mi casa, espero aquí. Y se grapa las manos a los brazos raídos de la silla para que dejen de temblar.

Yo intento mirar al frente y vaciar la mirada. Las confidencias con extraños en la sala de espera de un ambulatorio aún me producen un desasosiego que no sé identificar. Pero a Carmen no le toca hasta las 11, y sus horas transcurren a un ritmo diferente a las mías. Así que la escucho en silencio para que a las dos esos minutos se nos hagan más breves.

Llegó un momento en que los muros y la seguridad de un hogar con 6 hermanos tampoco fue suficiente. Cuando Carmen quiso volar de su casa, rezó para que aquel chico de mirada mustia y derrengada se fijara en ella. La vida con novio siempre sería mejor, pensaba.

Y tuvo a su novio. Pero un pretendiente después de unos años sabía a poco futuro y demasiado presente. Entonces Carmen deseó en silencio vestirse de blanco. Y estuvo unos años saboreando el momento en el que pasara del brazo de su padre al brazo de su prometido. Fue su nueva espera. Entonces sí que agarraría a la felicidad por la cintura. Entonces sí que estaría a la altura de cualquier infortunio que le deparara la vida.

Luego la maternidad en femenino, con la promesa de que la preñez no sería completa si no tenía -al menos- la parejita. La combinación de rosas y azules también se hizo esperar unos años.

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Creo que todos somos un poquito Carmen de vez en cuando. Que todos, en algún momento, depositamos nuestras esperanzas en un instante venidero, colmado de promesas imposibles que nunca terminan de cuajar, volviendo a licuar nuestras expectativas en cuanto añadimos ese otro ingrediente que nos falta para no sentir el vacío. Ese contrato indefinido, ese ascenso, esa casa más grande o en la playa, ese amor que te haga volar sintiendo el vértigo. Esa promesa de amor eterno, esa maternidad que arreglará las fisuras, esa espera sin espera.

Ese caminar sin disfrutar de los vericuetos del sendero; sin entusiasmarnos por el viaje ni detenernos en la tierra, obsesionados como estamos por llegar al final de la senda.

Morimos por poseer la consumación que nos hemos fijado y que ha construido la sociedad y nuestros sueños. O los sueños impuestos por la sociedad. Una meta que nos ofrece la recompensa -o no- del puesto de responsabilidad, de ese matrimonio con hijos que visten manos extrañas cada mañana, de una casa que no será sino propiedad de 20 dígitos y que con suerte disfrutarán los niños que nuestras esperas convirtieron en ajenos. Una jubilación que llegará enferma porque la primera recompensa no era otra sino la postración ante el trabajo.

Me pregunto en qué manual están escritas las esperas colectivas a las que debemos someternos a costa de nuestros sueños y de la propia individualidad. En qué momento nos hacen firmar ese contrato lleno de cláusulas abusivas. En qué momento aceptó Carmen y todos nosotros. En qué antesala hicimos nuestras las expectativas globales que la mayoría- creyéndonos dueños e inéditos- asumimos como símbolo de nuestra individualidad.

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Y tú, ¿tienes niños? , me pregunta sin curiosidad ni esperar respuesta. Los hijos también te dejan sola. Una está deseando que crezcan para tener tiempo. Y luego resulta que está todo vacío. Todo es pura ausencia. Hasta que llegan los nietos. Pero para eso también tuve que esperar lo mío. Es que mi hijo siempre ha sido un bala perdida. Los hombres nunca tienen prisa. 

Suena la pequeña campana de la consulta (sí, aún existen en muchos ambulatorios) y Carmen se levanta mirándome de reojo. Me toca. Estoy fatal, me dice. Venir me alivia los dolores, mientras espero que llegue mi hora.

Y se marcha arrastrando sus babuchas,  el carmín de antaño, su vestido blanco, los pechos ahora arrugados, los hijos, el subsidio que muchos no tendremos, los nietos soñados. Y su vida.

@XeniaGD

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6 comentarios

    • Pues sí…. a mi me gusta mucho una cita de John Lennon que dice: «La vida es aquello que te va sucediendo mientras tú te empeñas en hacer otros planes» O mientras los esperamos….. 😉

    • Encantada de leerte por aquí y gracias por pasarte,Rocío. Es un placer 😉 A veces 140 caracteres saben a muy poco…..

      Un abrazo.

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