La prueba

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Antes de que el resto se impacientara, debería tomar una decisión. Atrevimiento. Esta vez elegiría atrevimiento. Qué importaba que sus amigos esperasen de ella algo más excitante. Un beso. La tarde anterior, cuando los seis jugaban sentados en la desaliñada hierba de la casa de campo de sus padres, eligió beso. Lola eligió beso. Se arrepintió enseguida de su intrepidez. Mucho antes de sentir en su boca, abriéndose camino, la insistente lengua de Juan. Sintió náuseas. No quiso cerrar los ojos para distraer así sus sentidos, como cuando tenía que ir al dentista y ella fijaba la vista en el paisaje de un cuadro que había en la consulta. Y se imaginaba caminando descalza por la finísima arena blanca de aquella imagen descolorida. Era delicioso sentir las plantas de los pies cada vez más tibias, desterrando el pulcro dolor de sus muelas.

Sintió náuseas. Quizás así se curaría y su problema no pesara tanto en el pecho. Era posible que a fuerza de probar y probar, aquello no le pareciera tan repugnante. Como ocurrió con la cerveza, con su sabor amargo que arañaba la garganta, y que luego, a fuerza de insistir, bajaba fresca y sin resquemor hasta su estómago. No quiso cerrar los ojos. Las risas de sus amigos no la ayudaron, sino que la sensación de asco aumentó con cada lengüeteo, torpe e inexperto. Con cada migaja de saliva que violaba su intimidad. Pero supo que era necesario para proteger su secreto. Aún así, en esta ocasión no repetiría. «Atrevimiento», dijo Lola cuando el móvil dejó de dar vueltas y apuntó hacia ella. Todos sentados en círculo, venerando la nueva aplicación. «Elijo atrevimiento», repitió. Y aunque vio en los ojos de Juan una gran decepción, la mirada de María se iluminó maliciosa bajo el sol anaranjado de la tarde.

A María le gustaba forzar los límites. Los ajenos y los propios. Palpó la cobardía de Lola en su mesura, siempre tan discreta, tan distante, tan juiciosa y aburrida en su existencia. Con su familia perfecta, su piel tersa, su impecable casa con piscina para los fines de semana, su pastor alemán cepillado y luminoso. Si hubiera elegido «verdad», una prueba sin duda mucho más cautivadora, habría hurgado en sus miedos hasta descubrir por qué la observaba últimamente de reojo con aquella mirada impenetrable y distante de una vida perfecta. Con su familia perfecta, su rosada piel perfecta, su impecable casa perfecta, su perro perfecto. Pero Lola eligió atrevimiento y todo su plan se fue al traste.

Atreverse, al fin y al cabo, no podía ser tan complicado. No tanto como decir la verdad y abrir una ventana al ultraje. Como cuando la otra tarde le preguntaron «¿Sueñas con chicos?» y ella asintió sacudiendo la cabeza. Ni un sí, ni un no. Una tímida sacudida de cabeza que era menos mentira por no ser pronunciada. «¿Y con qué chico sueñas?», le había preguntado María. «Juan. Con Juan». Ni siquiera supo por qué lo dijo, pero días después sintió que se merecía esa lengua húmeda y nauseabunda invadiendo sus dientes. Y tras pasar por el trance y tragarse la repugnancia, se sintió redimida.

Pensó Lola que nada podía ser peor que tener que decir la verdad sobre sí misma o dejarse lamer por uno de los chicos para que el exterior la sintiera mujer. Nada podría superar una humillación semejante, pero recordó entonces el talento de María para la crueldad. Fue cuando gritó: «¡Ya lo tengo, ya lo tengo!». De la excitación apenas se le entendía, aunque Lola sabía muy bien que no resultaría una prueba fácil y que, como cada tentativa de la vida misma, tendría que superarla sola. «¿Te atreves? ¿Te atreves a saltar desde lo alto?», preguntó entusiasmada señalando con sus uñas violáceas el trampolín al final de la pendiente. Asintió. Ni un sí, ni un no. Solo una tímida sacudida de cabeza, para que así la derrota, en caso de llegar, fuera más tibia y menos dolorosa.

La astucia que mostró María al elegir la prueba fue alabada en silencio por todos los presentes, en una mezcla de admiración y miedo a partes iguales. La fobia de Lola al agua era por todos conocida. Sintió náuseas. Se levantó buscando cualquier indicio de compasión y supo de nuevo que estaba sola al romper con su marcha el círculo dibujado en la hierba. Avanzaba hacia el trampolín y trató de recordar el cuadro colgado en la consulta del dentista, pero no sentía tibieza alguna en sus pies sino un frío desmesurado y cortante. Supo que no podría. Y lo supo Juan. Y María. Y el resto de amigos. Lo supieron todos mucho antes de que Lola se asomara al borde con la respiración contenida y desdibujara el terror su vida perfecta, su familia perfecta y su casa perfecta con una piscina perfecta.

Sintió su pecho liberado y henchido de valentía cuando divisó la piscina ausente de temores. Desde lo alto vio el musgo recubriendo el fondo. Apenas dos dedos de agua con la vida acumulada tras un frío invierno y una incipiente primavera que asomaba entre las hojas y ramas prometiendo su absolución. Sintió que el miedo desaparecía y se quitó la camiseta celebrando el triunfo. No existía mayor regalo que María aturdida. Aturdida y fascinada. La próxima vez elegiría beso. O verdad. No hay mayor atrevimiento que ese, se dijo. Y todos quedarán mudos de estupor. Todos conocerán mi secreto y ya nada importará. Ya no podrán amenazarme con descubrirme, pensó, porque me desnudaré y les pasaré el bochorno a ellos. A ellos y a María. Sobre todo a María. La próxima vez, se dijo.

Xenia García
photo credit: 1816 via photopin (license)

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