Mi cuarto de juegos

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La primera mierda. Cuenta mi padre que cuando nací, él fue el encargado de limpiarme la primera mierda, ese  meconio que pone a prueba toda mano inexperta que se lance a la aventura de criar. Supongo que ese gesto no era más que un aviso de lo que se le venía encima sin saberlo. ¡Pobre!

Yo fui de las que jugó poco a las casitas y mucho a garabatear números y letras, a amontonar papeles y a llamar por teléfono a clientes imaginarios. Me sentaba en mi escritorio ficticio y «papeleaba». Papeleaba todo el rato. Mantenía reuniones y anotaba números, escribiendo mis cosas cuando no sabía escribir. Nunca me emocionaron los delantales ni la cocina, pero sí que ponía hojas de reclamaciones y jugaba a protestar por las injusticias que veía en mi mundo imaginario. El espejo en el que me miraba en mi cuarto de juegos fue siempre él y detesté durante años cualquier tarea que me alejara de ese papelear constante o que me impusieran faenas que los demás entendían como femeninas.

Yo tenía -tengo- un padre defensor de derechos propios y ajenos, con un ideal romántico de justicia social y hojas de reclamaciones puestas por los más variopintos establecimientos de Sevilla y sus alrededores. Y yo también las ponía en ese mundo novelesco donde había tipejos (¡sinvergüenzas!) que se atrevían a embaucar a mis muñecos en mis horas de esparcimiento.

Una acepta que se parece a sus padres poco a poco, como la vida. Primero ese afán casi justiciero por intentar mejorar el mundo en el que vives; luego el arder ante el abuso y la parcialidad y no quedarte en las palabras, sino ir más allá de ellas, papelear, papelear todo el rato, continuamente. Papelear para el que venga, para que el que esté detrás en la cola lo tenga un poco más fácil de lo que tú lo tuviste. Hasta que de pronto te ves envuelta en la actividad sindical sin saber cómo has llegado a este punto. Porqué seré yo así. Luego recuerdas las frases de tu padre y aquella otra lucha que no viví pero que me contaron cuando él defendía la democracia que hoy estamos destruyendo. Y todo encaja. Entonces todo encaja y las piezas descansan tranquilas dentro y fuera de una.

Es en ese preciso instante, cuando hace ya tiempo que no te inquieta parecerte a él, es en ese preciso instante cuando una mañana cualquiera, recién levantada, te miras en el espejo y ya no eres sólo Xenia. Ya no sólo eres tus ojos ni tu sonrisa, sino que descubres una arruga marcada que no es tuya sino de él. Ese fascinante momento en el que comprendes tantas cosas, tantas, en el que la vida se vuelve más interesante, más de verdad, porque te reconcilias con aquellos tipejos que quisieron engañar a tus muñecos en el cuarto de juegos. De pronto conoces el origen de esa arruga, de ese sendero apenas soñado en tu mejilla, que nació mientras papeleabas en tu escritorio hecho de cajas.

Mi padre no me coge de la mano, sino que me posa la mano en el cuello. Silencio. Le gusta el silencio. Yo creo que le inculcaron el mutismo y el no decir muchas cosas. Pero a mí me las dice con esa tímida mano en la nuca, caminando siempre un paso por detrás, quizás con la desazón de no haber sido mejor padre; de no haberme dado más libertad; o menos; de no haber sido tan estricto; o quizás haberlo sido más; de haber sido más justo; o no haberlo sido tanto; de no haber estado todo el tiempo que hubiera deseado.

No sabe mi padre que no sólo limpió mi primera mierda. Sino muchas otras, llegando a recoger del suelo los trozos de mi vergüenza y mis errores. Sin más preguntas que un largo paseo silencioso con su mano sosteniendo mi cuello.

Xenia García

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Un comentario

  1. Mi querida Xenia, no sabes cuánto me identifico con tus palabras y con tus sentimientos. Esos maravillosos padres que no solo te quitan el miconio, sino que durante el resto de sus días se dedicará a ayudarte en todo lo que pueda. Muchos besos y ¡felicidades por ese maravilloso progenitor! Estoy segura de que estará muy orgulloso de su hija 🙂

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