Ropa tendida

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Inmaculada. Concepción. Hace sol, un sol que golpea, a pesar de que es invierno. Por eso subo a tender la lavadora de ropa blanca que he puesto mientras me tomaba el té. Me gusta cuando el sol golpea la ropa y el aburrimiento de los festivos. Cuando una tiene que tender una lavadora, se olvida de las otras cosas. De las insinuaciones vagas, familiares. De la falta de luz en la oficina. De que quiere recomponer el mundo, hacerlo más soleado. Las azoteas sevillanas son universos propios con notas musicales producidas por el viento.

Una sube a tender y tan solo debe preocuparse de saludar con una sonrisa si se encuentra a alguna vecina en bata. Aunque hoy no. Hoy es Inmaculada y Concepción y a las señoras del bloque se les puede oler el maquillaje de la cara al cruzarnos en el rellano. Pero el maquillaje les congela la sonrisa y mi ropa blanca se arruga.

Cuando llego a la azotea me dirijo a mi cordel. Cada vecino tiene uno. Son normas de convivencia no escritas. Tu cordel. Mi cordel. Es raro poseer una línea en la azotea. Quizás por eso siento la tentación de tender en otra cuerda como un acto de desobediencia. ¿Se puede transgredir a base de cuerdas de tu azotea? ¿Se puede?

Me dispongo entonces a ocupar una línea ajena cuando veo en el otro extremo de la azotea ropa de bebé casi seca. Hay gente que madruga los días de fiesta y que comienza la mañana ocupando su cordel. Entonces las veo. Dos mangas. Dos mangas azules, arrugadas, solas, en medio de tanta ropa de bebé. Dos mangas cortadas y deshilachadas. Dos mangas que se parecen a las de un jersey que perdí hace unos años, cuando viajé sola buscando otras azoteas. Así que me acerco. ¿Qué otra cosa puedes hacer si encuentras tendidos dos brazos que fueron tuyos? Me acerco y siento pena de aquel jersey que una vez fue mío. Lo huelo. Lo huelo y es como acercar la nariz a mi axila, como olerse a una misma bajo las mantas de la cama una mañana de invierno.

Hay algo muy raro en todo esto, me digo. No tiene sentido perder un jersey en un viaje por el norte y encontrar sus mangas descuartizadas, años después, tendidas en un cordel vecino. En tu propia azotea, un día como hoy. Empiezo a sentir un hormigueo en los brazos. En los dos. Es entonces cuando vuelvo a mi línea en el cielo y olvido todo propósito de transgresión. Mañana hablaré con la vecina del tercero. Para que me explique qué hace con mis brazos, con mis manos, con mis mañanas inmaculadas. Con mi concepción. Si en su casa no hay niños, ni nietos. Si vive sola. Qué hace entonces con ropa de bebé tendida en su cordel, mezclada con mis mangas. Que me explique.

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