Destierro

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Ella intentó huir. Sintió que tenía serios problemas que la retenían. Cambió los planes que hizo para su vida y aplazó el sueño de días soleados.

Ató sus trenzas de tierra al pomo de una puerta ficticia mientras jugaba a enterrar su inocencia en un sótano helado en el que el viento susurraba nombres y gritaba lamentos.

Cosió entonces sus oídos para no escuchar verdades
abrazando el silencio de su morada y acariciando la tregua.
Cuando llegaron los destellos -a través de cristales empañados- tampoco quiso mirarlos.
Recordó su promesa y aquel olor alimentó su entereza.
No marchar. No escapar arrugando la noche.

¿Quién no quiso huir alguna vez?
¿Quién no sintió dolor por un cuerpo roto?
¿Por un cabello demasiado ceñido? ¿Por la tiranía del convencionalismo?

Cubrió entonces sus párpados con el alma maniatada. La oscuridad acunó el silencio de su nombre.

Ojos cerrados.
Oídos cosidos.
Sellada la boca.
Puertas valladas.

Hasta que un amanecer helado siente ganas de cantar de nuevo aquella melodía de su cabeza.
Canta. Ojos poco a poco entreabiertos rasgando pespuntes. Siente el remiendo del tímpano deshilachado.
Canturrea con las pupilas y con el vientre. Agarra su navaja y destripa esas trenzas que la retienen esposada al brazo de la puerta.
Poco importa su cabello si puede sentir de nuevo el bullicio de una vida. A pesar de no reconocerse en el espejo del recibidor cuando se libera.

Tan ajada su savia al celebrar por fin la huida,
que no es capaz de ver que en su morada nunca hubo puertas selladas.

Xenia García

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