Primer día sin niños

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Supongo que el silencio zarandea y el vértigo de la inactividad invita a hacer travesuras a nuestro alter ego. Quizás por eso hoy me he acordado de la destreza de mi abuela al hacer las camas. Nunca he dormido en una cama tan fresca, tersa e impecable como las que mi abuela preparaba mientras cantaba -pongamos- «Qué bonita que es mi niña» haciendo gorgoritos.

Yo nunca fui buena alumna para las tareas domésticas, pero apreciaba el trabajo bien hecho igual que ahora detesto la desgana en los pequeños detalles. Ella lo sabía. Como lo supo mi madre en su momento, pero las dos me han querido siendo díscola y todo. Es lo que tiene la familia.

La madurez suele matizar los extremos, sin embargo. Los defectos y virtudes se ven de más tonalidades y como dice una amiga, ni los malos son tan malos, ni los buenos tan buenos. Así que hoy, mi primer día de vértigo y silencio, he recordado la sensación de las mejillas en una almohada sin pliegues ni frunces y me han entrado ganas de oler con la piel unas sábanas recién planchadas. Ha sido entonces cuando me he acordado de algo que siempre quedó pendiente en mi ‘to do list’. Uno de tantos propósitos a los que perpetuamente encontramos sustitutos más interesantes, menos banales o menos frívolos: saber planchar y doblar -como hacía mi abuela- unas sábanas bajeras.

 

A falta de poder descolgar el teléfono y marcar su número (ese número que aún me sé de memoria tantos años después), me he conformado con un video casero. Cometido eliminado para siempre de mis tareas pendientes. Como imaginaréis, la emoción no ha sido ni parecida a la de aquellos tiempos. Así que esta noche me voy al Salvador para que se me pase esta locura transitoria. Todo es cuestión de empeño, de saber doblar las esquinas, matizar los pliegues y de darle la vuelta a las cosas.
Xenia García

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