La primavera que me mudé a Bilbao tuve una bienvenida de más de 30 días y 30 noches de lluvia continua. Fueron más de 30 lunas de sirimiri y aguaceros que me anunciaron la inmediatez de un diluvio hacia dentro. Un diluvio de esos de los que no puedes resguardarte porque te cala los órganos, los empapa y los rebosa hasta deformarlos. Tanto llovió, y durante tanto tiempo, que perdí momentáneamente mis referencias, sin saber si lo que abrazabas era corazón o hígado, piel o vísceras. ¿Cómo se seca una cuando llueve en todas direcciones? ¿Cómo hacer para mantener la tibieza de un ánimo encharcado?
Creo que sobrellevé con dignidad las primeras inundaciones, pero la corriente llegó a ser tan fuerte que hubo días en los que no bastaba con atarme a la tierra. Tú pellizcabas mi mano intentando huir de esa sensación resbaliza y húmeda que todo lo impregnaba. De esa impresión repugnante y gelatinosa que tienen las pesadillas que germinan. Con esa necesidad empuñabas mis dedos deformes de tanta agua, en lugar de ser yo la que te sostuviera en la superficie, como cuando jugábamos a saltar las olas en un mar honesto y la seguridad te la regalaban mis manos.
Meses después aprendí a lloverme por dentro. Decidí anegar mis sueños y confundirme en la marea, agotada de ese nadar contra la corriente. No hay nada más liberador que tomar la firme decisión de rendirse. Y fue entonces cuando sobrevino el derrame. Un sentir agua fuera y dentro, agua en mis pupilas, agua en el hueco de mis uñas, agua en mi garganta, mi boca, en las caries de mis muelas malogradas, en todos los pliegues. Agua.
Fue de tanto llorar por fuera y ver mis lágrimas deshacerse en ciénaga que comencé a llorar por dentro. Para no rociarte de desconsuelo y que sintieras mis dedos firmes en la tormenta. Y así, agarraditos los dos, buceamos al sur ansiando secarnos. Nunca agradecí a los ojos soleados su persistencia ni su descabellada idea de evaporarme para que cesara en mi empeño de lloverme por dentro. Ni el afán por enjugarme la piel turbia. Por reconciliarme con sirimiris y aguaceros, esta canción de cuna que ahora escucho cuando quiero merecerme relajada o cuando necesito escribir.
Algún día volveré a las calles de Bilbao y les susurraré que ellas no tuvieron la culpa. Eso sí, con la boca entreabierta para beber su rocío. Repleta de agradecimiento por haberme enseñado a llover.
4 comentarios
Sentimientos líquidos, inapresables excepto con palabras. Saludos.
Ciertamente, Santiago, Y han tardado nada más y nada menos que unos 8 años en salir ;-). Muchas gracias por comentar en el blog.
Es posible que Bilbao te deba alguna tarde al sol, que siempre acaba saliendo. Cuando vuelvas, para mí sería un placer ser testigo de tu reconciliación, mojada, si acaso, con un té o un zurito.
Acepto tu invitación 🙂 Estoy convencida de que en mi próxima escapada el sol habrá salido. En cuanto a la elección de té o zurito, para acompañar esa reconcialiación prefiero el zurito. Abrazos.