Hace ahora algo más de un siglo, el 23 de agosto de 1911, París despertó conmocionada al comprobar que una de las sonrisas más cautivadoras –La Mona Lisa de Leonardo da Vinci– había sido robada del museo del Louvre. La galería permaneció cerrada durante una semana para investigar la desaparición de su cuadro estrella y cuando volvió a abrir sus puertas batió el récord de visitantes. Pero el gentío –que en su mayoría era la primera vez que ponía un pie allí– no acudió a ver una obra de arte en concreto, sino que iba a contemplar el hueco que había dejado el cuadro en los muros del Louvre, como si el vacío ocasionado por un objeto (una obra de arte en este caso) significara más que el cuadro en sí mismo en esa fascinación del ser humano por la idea contemporánea de la nada.
A mí los socavones me arrebatan el sueño desde niña. Cuando en aquellas navidades de 1984 vi la escena de Atreyu intentando sacar a su caballo Ártax del pantano de la tristeza y del infierno interior en La Historia Interminable, sentí una amargura infantil que dejó de ser cándida. Y una certeza: que una de las mayores complicaciones del mundo es que está lleno de agujeros. ¡Ay, la Nada!
La seducción por los boquetes o qué hace cada uno con sus huecos me sigue encandilando. Por analogía con ese vacío que la Mona Lisa cinceló en la pared y que suscitó lo que suscitó, me viene a la cabeza cómo enfrentan familiares y amigos estos abismos, y desde luego la respuesta es tan diversa que me resulta difícil encontrar una sola pauta que se repita. No somos tanto nuestras ausencias sino lo que hacemos con ellas. Hay quien les da una manita de pintura del mismo tono que el muro en cuestión para que no se note, algo que por otro lado es imposible no notar, como la esquinita de aquella página del libro que doblamos en un arrebato y luego nos empeñamos en enderezar; otros que lo pintan de un color estridente para enaltecer la carencia, para no olvidarla y que siempre se note, otros que lo tapan con un tapiz ochentero como el que lucía en el salón de casa de mis abuelos con dos caballos pastando plácidamente en un paisaje bucólico, que a saber lo que escondía. También los hay como mi amigo Juan Gamba, que en la exploración íntima de la memoria y de saberse huérfano, ha construido con la oquedad más insondable sus propias relatorias (término empleado por el escritor Andrés Berlanga en su novela “La Gaznápira» y que nombra la inevitable comunión entre relato e historia).
Así pues, aquí les presento mi propia relatoria: Juan y yo nos conocimos hace 15 años en La Casa del Mentiras durante un fin de semana largo. Yo me encontraba saliendo del agujero de un divorcio y asomándome al brocal de una nueva relación llena de miedos. No fue hasta hace pocos años que descubrí, estupefacta, que Juan se llamaba en realidad Juan Berlanga Antolín, hijo único de los escritores y periodistas Enriqueta Antolín y Andrés Berlanga.
Kety –como la llamaban sus amigos– era profesora, pero a los 19 años, trabajando ya en Madrid en un colegio de monjas, comprendió que su vocación era la escritura. La necesitaba. Quién sabe si desde bien niña, cuando leía a escondidas mucho antes de que nadie la enseñara a leer. Esa necesidad la lleva a compaginar su trabajo con los estudios en la escuela de periodismo, donde conoce a Andrés, su profesor.
Sobre Kety se han escrito muchas cosas, pero todas ellas hacen referencia a ese anhelo por narrar y narrarse. Dicen los que la conocieron que se la quería por lo que era y por lo que escribía y que palabra y persona a veces se confundían.
Berlanga, por su parte, narró la España vacía en 1984 en “La Gaznápira”, novela que se incorporó una década después a la colección de clásicos de Austral de la editorial Espasa-Calpe. En ella ficciona sus propios agujeros, los que vendrían del abandono de un territorio y de su idioma, de una forma de vivir y sentir. Curiosamente, en palabras del propio autor, había estado rumiando el libro desde los nueve años, pero no fue hasta el fallecimiento de su padre que la ausencia se hizo palabra, se hizo relato. De nuevo, el solapamiento de vacíos.
“La Gaznápira» era una obra habitual en la lista de lecturas de los planes de estudio en Secundaria y Bachillerato. El año de su publicación, un adolescente Juan Bonilla que en 1984 cursaba COU en el instituto Álvar Núñez intentó convencer al profesor de literatura de que la novela que había que leer en lugar de «Tiempo de silencio” era la de Berlanga, tras haberla visto reseñada en La Luna de Madrid. La insurrección resultó quedar en un además de y no en lugar de.
A Kety y Andrés los presenta el periodismo, los vuelve a reunir la enfermedad y su deseo de aventajarla, pero los anuda la palabra y la pasión. Se conocieron como alumna y profesor, sí, pero no es en ese cliché donde se enamoran. El amor se regodea en los hábitos que crea en sus inicios y ellos sucumben al vicio de la palabra a raíz de un encuentro en el hospital, ambos en un programa de rehabilitación, él tras un accidente de tráfico espantoso, ella tras una lesión: la enfermedad merodeándolos, ellos burlándola. Parece que Andrés se quedó prendado de Kety desde el día en que vio su melena rubia al viento en un 2 caballos. Tal intensidad en el amar la quisieron para ellos y durante mucho tiempo se cruzaron mensajes cifrados en las páginas de anuncios por palabras de la prensa escrita, en ese limbo entre realidad, verdad y ficción que habitaron durante años y lejos de las miradas de colegas periodistas en aquellos años 70. Decía Pessoa que todas las cartas de amor son ridículas, pero que lo realmente ridículo es ser una de esas criaturas que jamás escribe cartas de amor. Desafiando a la ridiculez, ellos se escribieron muchas.
“Leonas”, como ha bautizado a su espectáculo de narración oral Juan Gamba, es la construcción en vivo de una estela que nos enfrenta a lo que dejaremos de ser, sí, pero gracias a lo que otros fueron y amaron y cuyo rastro permanece en nosotros. Los agujeros que dejan los escritores están llenos de palabras. Todo esto lo cuenta él mucho mejor que yo, claro, con la legitimidad del niño que se dormía escuchando a Berlanga sacarle música a la Olivetti vieja en el cuarto de al lado durante las noches.
Se ve que todos buscamos nuestras raíces o el alimento de las raíces que nos hicieron. No se trata solo de indagar en nuestro origen sino de aventurarnos a regar las partes de nuestro ser que con mayor determinación se arraigan a la vida, que a menudo suele tener relación con observar el inventario de ausencias que otros dejaron en nuestros propios muros.
Durante los últimos años me he recriminado muchas veces no haberle preguntado más por sus padres, no haberlos leído en vida, no haber conversado con ellos. Me ocurre con frecuencia y con muchos de mis amigos. Qué poco sabemos, en realidad, de nuestros mayores.
Si finalmente deciden ir a ver “Leonas”, escuchen a Juan y fíjense en sus ojos, en sus manos, y sobre todo, escuchen ese nudo en la garganta que él hace bajar con la humanidad y el recato al que acostumbran los agujeros reales. “Leonas” es la descripción más íntima -cantada y contada en público- que he visto del abismo de la ausencia y donde la creación cobra todo el sentido y toda la vida. Cuando terminen, si el nudo de Juan y todos sus heterónimos (Juan B punto A punto. JuanBA. JuanBaGamba. Juan Gamba) ha rizado sus meninges y son de los afortunados cuyos padres aún están vivos, vuelen a su casa y corran a preguntarles cómo se enamoraron, cómo se conocieron o cómo hacen las lentejas, si con comino o sin él. Poco importa. Pero pregúntenles. Yo he hecho lo propio por aquello de predicar con el ejemplo y he vuelto a escuchar aquella historia de mi padre remoloneando en la cama arañándole los últimos minutos al amanecer, vistiéndose al vuelo y saliendo a coger el autobús de la línea 16 para ir a la Hispano de Aviación –16 añitos gastaba– y al ver que el autobús había traspasado ya su parada y llegaba tarde, corría y corría delante del autobús ante el estupor de muchos y la sonrisa de mi madre –16 añitos gastaba su melena castaña también– que iba dentro del vehículo a su trabajo de entonces en Semengar (Qué hace este muchacho corriendo delante del autobús, madre de Dios), el cuerpo adolescente de mi padre ya espabilado y tenso por la carrerilla, el autobusero maldiciendo a aquel chaval que le gastaba la misma faena día sí y día también y que llegó a proferir el mote que bautizó a mi padre durante años como El Palaustre: “A este chaval le daba yo un palaustre y no tanto librito”.
A veces me da por pensar que la vida no es más que eso, el sprint de una parada a otra corriendo delante de un autobús de línea mientras nos afanamos en despojarnos de las legañas. O, quizás, tal y como apunta el estribillo de la canción de Víctor Jara Te recuerdo Amanda que tanto le gustaba tararear a Andrés Berlanga en sus momentos más duros, sobre todo desde la muerte de su esposa, que «la vida es eterna en cinco minutos».
No hay aún comentarios