No se puede hablar de la noche si aún es de noche. No se puede. Hay que dejarla marchar (a la noche) para verla de espaldas caminar calle abajo y –entonces sí– (d)escribirla. No sé quién lo dijo, pero llevaba razón. No se puede. Quizás fuera Rousseau, quien también afirmaba que para escribir es necesaria una cierta distancia: “Si quiero describir la primavera, es preciso que me halle en el invierno”. Es la distancia ese requisito para que acune el entendimiento: ante una tragedia, ante el amor, ante el duelo o el desamor.
Annie Ernaux, por ejemplo, defendía que la escritura de la distancia era una forma de objetivar su situación: “distancia de mis padres durante la adolescencia, distancia entre la niña que había sido y la mujer adulta en la que me he convertido, distancia entre el mundo de mi origen y el mundo burgués e intelectual, entre la cultura original y la de hoy, que me permite escribir… La «distancia objetivadora» -término utilizado por Bourdieu-”.
Eso me digo porque no consigo escribir nada sobre todo lo ocurrido durante las últimas semanas. No comprendo lo que he visto, lo que he leído. ¿De verdad lo he visto? ¿De verdad leí o escuché aquello? ¿Eso otro?
Salgo a caminar a casa de mis padres. Unos cuarenta y cinco minutos de un extremo de la ciudad a otro que mi padre, cada vez, intenta que yo haga en autobús o en coche. Desde hace años tengo una inquietud en la planta de los pies que me obliga a recorrer la ciudad y a tejer distancias. Nunca supe ver sin caminar. Nunca supe escribir sin caminar. Amar sin caminar. Pensar sin caminar. Caminar contra el dogmatismo. Contra la incertidumbre. Contra el agotamiento mental. Contra el capitalismo. Contra la hiperactividad. Caminar es un canto a la vida, una reconciliación con el cielo y nuestros abismos. Caminar me coloca los órganos en su sitio, al menos hasta la siguiente caminata.
¿Es el dogmatismo algo propio de las posturas sedentarias? Camino a todas horas por si acaso y como antídoto, contra todo lo que me entristece. Y, por supuesto, gracias a mis caminatas expiatorias enderecé no pocos capítulos de mi vida. Le debo también varios diálogos completos de mi última novela y de la que estoy escribiendo a algún paseo por el río. Le adeudo a mis excursiones nombres de personajes, giros en la trama, párrafos completos en este rincón de elDiario.es. Hegel, por ejemplo, escribió que caminar es pensar y Nietzsche llamó a sus aforismos “pensamientos paseados”. No estoy tan desquiciada, al fin y al cabo, por someter a mi cuerpo a estímulos diferentes lejos del zumbido incesante de las redes sociales. Puede ser que a toda caminata la sostenga un sueño, un anhelo, como el río incesante de personas acarreando cubos, palas, escobas, fregonas, garrafas de agua y carros de la compra para ayudar a los valencianos.
Decía: No tengo nada que opinar sobre lo que ya opinaron decenas, centenares de personas en este país. Ante cualquier catástrofe, las redes se llenan de opinólogos y expertos. No tengo nada que decir, no tengo nada que aportar ante tanta barbarie, se me atraviesan las palabras y la pluma, se me enredan. Tantos muertos. Tantos desaparecidos. Tantas declaraciones. Tantas morgues improvisadas. Tantas familias sin poder velar a sus muertos, observando estupefactos el lamentable espectáculo mediático de gentuza como Iker Jiménez, como su colaborador Rubén Gisbert arrastrándose por el barro para narrar con mayor dramatismo una de las mayores catástrofes vividas en los últimos años. Tanta opinión sin fundamento ni mesura.
Quizás se deba a que no he recorrido los kilómetros necesarios y prefiero guardar silencio. La mayor profundidad en mí es ahora la del silencio. La mayor profundidad consiste en el vacío en que caemos todos. Periodistas pornográficos revolcándose por la desgracia de los valencianos para una mejor puesta en escena, Mazón en una comida de varias horas con la periodista Maribel Vilaplana para ofrecerle la dirección de la televisión pública, mientras los valencianos tenían el agua ya por las rodillas, unos políticos insultando a otros, otros insultando a unos. El negacionismo climático mata más que la catástrofe climática. Informarse sobre la DANA por lo que dice un experto de ovnis, mata. Grabarse haciendo como que lloras, mata. Afirmar que la DANA es producto de un “ataque meteorológico” de Marruecos, mata. Darle las “gracias a Dios y al innombrable Francisco Franco que desvió el cauce del Turia”, mata. Afirmar que hay 1.000 fallecidos en un parking sin una sola prueba, mata. La proliferación de organizaciones ultraderechistas, mata. La obcecación por el ladrillo, mata. Afirmar que la DANA se ha provocado para arruinar la cosecha de naranjas en Valencia y favorecer a Marruecos, mata. Negacionistas, conspiranoicos, terraplanistas, fake news, bulos: el mundo se está muriendo por la ignorancia y el odio, pero también por las palabras vacías.
Me digo que no pasa nada por quedarse sin palabras en este circo, por asumir la tarea de tomar distancia, de caminar unos kilómetros e intentar auscultar el latido de una sociedad que a ratos me parece enferma, a ratos convaleciente, a ratos podrida; de una sociedad donde prima la rapidez, los 140 caracteres y las imágenes descontextualizadas.
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