Ausencias con pulso

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Todos estos años me equivoqué al pensar en el dolor de la pérdida. No pretendo desmentir el dicho popular. Uno no aprecia lo que tiene hasta que no lo pierde. Cierto. Pero no por la carencia. Es que uno no aprecia lo que tiene hasta que no lo siente suyo, palpitar dentro, navegar, perderse, anclarse y luego desgarrarse poco a poco, desapareciendo en el tiempo y llevándose trozos de ti con una nueva marea.

Aquel frasco de cristal desencadenó el desgarramiento permanente de la ausencia, ese tirar de uno desde dentro, cogiendo primero una vena ínfima y delicada que inevitablemente iba de la mano de una arteria esencial. Vino para robarme todas las venas azuladas que surcaban mi alma. Llegó para tocar a mi puerta, acomodarse, hacer que lo sintiera mío y alejarse dejándome seca y mutilada.

Ausencias con pulso. Relato breve de Xenia García

Yo no quería aquel frasco. Había vivido desde siempre sin un órgano en mi pecho izquierdo que guiara mis sentimientos, me provocara arritmias o me amenazara con detenerse como castigo a mis excesos.

Por eso mis relaciones nunca se sometieron a aquel antojo bombeante y nauseabundo. Yo odiaba con mi cabeza, amaba con mi cabeza, y con ella pensaba en odiar y amar si algún día me olvidaba de ello. Mi organismo nunca necesitó ser alentado por una maquinaria roja. La naturaleza es sabia hasta lo indecible. Para que yo no sintiera nostalgia por la carencia no dejó hueco alguno dentro de mí.

Por eso durante años pensé que la normalidad no tenía pulso. Nunca hubo mano, cintura, cuello o muñeca que se sentara frente a mí para hablarme, no ya de cómo masturbarme, cómo caminar o cómo gozar de un perfume; sino para mostrarme la certeza de otros cuerpos temblando al unísono, la melodía que a otros guiaba.

Mientras mis sentimientos permanecieron dormidos no existió peligro. Sin embargo, la adolescencia trajo el desbordamiento de mis emociones, el anhelar experiencias nuevas y el tener aquellos problemas del corazón de los que todas mis amigas hablaban. Pero yo tampoco sabía entonces qué era el córtex, un glóbulo blanco o la córnea y, sin embargo, mis libros de texto insistían en que habitaban en mí.

Así comencé a tener yo problemas del corazón aún sin tenerlo.

Mi primer beso fue un acercamiento hacia una soledad que luego supe compartida. Un camino hacia ese sentirme incompleta. Extrañamente Raúl no sabía a yerbabuena o mentol. Tampoco me hizo temblar. Pero al menos, aquel incipiente intercambio de tentaciones me trajo la certeza de la diferencia. Cogió mi mano colocándola sobre su pecho. ¿Sientes mi corazón?, me dijo. Sin embargo, bajo su camisa, únicamente me sacudió el miedo y la vergüenza que a veces provoca lo desconocido.

Hace cuatro meses que aquel frasco vino a mi vida. Como un requerimiento, una súplica, una condición inefable.

Raúl me lo trajo vestido en un papel bermellón con una desorbitada pajarita sepia. Así se presentó ante mí. De etiqueta. Yo sólo pude aceptarlo.

Llevábamos cinco años viviendo juntos. Cinco años de incesante buscar y no encontrar, de no buscar y tropezar, de volver a buscar para olvidar lo ya descubierto.

Y así, mientras desgarraba las vestiduras de aquel nuevo inquilino, pude escuchar todos los hallazgos olvidados, los reproches jamás pronunciados a causa de la impostura de mi amor.

El corazón asomó tras el vidrio. Fue fácil acudir a su llamada imperceptible, a su rojiza calidez, a la experiencia que circulaba por aquellos vasos azules. Desde entonces me somete. Bastó destaparlo para hacerle un hueco -pequeño en principio- en mi desordenado mundo interior. Allí se instaló sin permiso, ofreciéndome lo que Raúl siempre pidió: que lo amara con el corazón, con la sangre, con el palpitar de las emociones, con ese regalo suyo; robado, creado o ideado para mí.

Así cerramos un breve paréntesis en nuestra convivencia. Cuando Raúl me abrazaba por la espalda y me robaba un beso furtivo, mi corazón -el suyo, su idea, su regalo- latía salvajemente en mi pecho. El sonreía -¿ves? ¿sientes la fuerza?– y continuaba explorándome con la certeza de que mi corazón -el suyo, su regalo, su idea- palpitaba bajo mi orden y concierto.

El transplante fue largo y doloroso. Lo sentía en mi cabeza, mis manos, mis miedos y deseos. Era pánico de hacer algo indecoroso, de desnudarme incluso, porque sabía que él me acechaba como un voyeur silencioso. Y yo era coqueta, no exhibicionista. Siempre cuidadosa de no mostrarme ante él tal cual era: llena de rincones y lugares sombríos que le invitaran al destierro.

La adaptación se produjo. O la impulsó él desde dentro. Mientras, se iba ensanchando, engordando con mi propia sangre, consiguiendo que todo mi cuerpo se removiera para no dañarlo.

Desde entonces mi amor por Raúl dejó de ser sentimiento para ser impulso visceral. Los tres compartíamos las sábanas, las noches con velas perfumadas, el vaivén de nuestros alientos. Y yo me esforzaba frenética por escuchar al huésped en mi pecho, por seguir sus horarios desenfrenados. Luchaba para que Raúl me amara a mí en vez de a mi pecho bombeante. Fingía excitación cuando los latidos me lo ordenaban; calma cuando él descansaba; ansiedad cuando se estremecía.

Raúl murmuraba satisfecho, adormecido por el bienestar de su increíble hazaña. Y admiraba su creación reclinándose sobre mi pecho, hablándole a su amante, su regalo instalado en mi cuerpo. Últimamente dormía con su oído sobre mi piel volcánica, aunque siempre dijo que no era persona de dormir en compañía. A veces, a media noche, comenzaba a susurrar con su lengua soporífera. Mi corazón le respondía, vibraba al otro lado, estableciéndose entre ellos una conversación hermética que yo no alcanzaba a descifrar. Tan sólo despertaba cuando el ímpetu entre ellos llegaba a su punto álgido, sorprendiéndoles entonces en una bacanal de la que yo había formado parte activa aún sin saberlo. Raúl me miraba avergonzado tras el brillo vidrioso de la excitación y olvidaba mi pulso por unos instantes tratando de conseguir mi perdón.

Ayer -¿fue ayer?- mi inquilino bermellón se cansó de dirigirme. Sé que eligió la noche. Lo hizo para que el primero en percatarse fuera Raúl y me informara de la pérdida, como amante de la víctima que era. Así logró triunfar cuando estaba, y logra su victoria de nuevo al marcharse. Dándole a él, su amante, su pariente más cercano, el privilegio de informar sobre la desaparición del ser querido.

Me han dicho que pudo ser alguna incompatibilidad o rechazo, más Raúl y yo sabemos que no es cierto.

El sopor de la noche me ha abierto el pecho en dos, facilitándole la salida, muy poco a poco, muy lentamente.

Mis diminutas venas le han seguido en el destierro, apegadas como estaban a su continuo bombear. El hueco ahora se niega a cicatrizar, a restaurar su antiguo orden caótico. Mi sangre resbaladiza, acuosa y desconcertada no encuentra el ritmo ni el camino adecuado.

Así permanezco durante horas. Sintiendo aún el miembro ausente. Ausente porque se fue, porque desapareció. Pero ausente también porque una vez estuvo aquí dentro.

Raúl me ha lanzado el dolor de sus ojos, pero sabe que resulta diminuto junto al mío. Porque ya jamás podré amarle, ni odiarle, ni extrañarle, ni volverle a amar y odiar, ocupada como estoy en hacer soportable la pérdida de todo amor, odio, extrañeza o anhelo. Mi cabeza no asume de nuevo una responsabilidad impuesta por un órgano ausente y sin rostro. Se niega a someterse, condenando a todo mi cuerpo a morir de inanición, de un caótico orden sin pulso.

Hace unos minutos Raúl se ha acercado a mí con un enorme paquete color bermellón en las manos. De nuevo adornado con un lazo sepia. Me lo ha tendido suplicante, como hace un mes hiciera con el frasco anterior vestido de etiqueta que yo no quería. Tampoco quiero éste. Ni siquiera desvestirlo. Me bastó mirarle su rostro amoratado, su camisa bañada de manchas rojizas resecas. Sabía que el frasco no contenía a su amante, a mi huésped, a mi inquilino.

Esta vez, dentro de la jaula acristalada, quizás inmerso en formol, descansaba su pulso.

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