( photo credit: LHG Creative Photography via photopin cc )
Trabajando estabas la primera vez que tu pareja te echó de menos. Son tiempos difíciles los inicios, sostuvo ella entonces. Los comienzos de una vida en común. El comprarse ese hogar que te hipoteca las arrugas. El primer coche. Las cortinas en las que depositamos una ilusión por cada flor del estampado. Los muebles de la cocina.
Trabajando estabas la primera vez que tu mujer te echó de menos y decidió llamar a una amiga para compartir soledades. Quizás porque siempre comunicabas. O porque constantemente había una llamada, una reunión o un almuerzo que no podía esperar a los antojos de las nostalgias femeninas.
Trabajando pasaste los 9 meses en los que tu primer hijo se agarró a este mundo. Porque pensaste en la paternidad a golpe de calendario; en el matrimonio a golpe de aniversario; en la vida a golpe de reuniones; 9 meses de vértigo porque el día señalado en que viera tus ojos, ya tendrías ese puesto anhelado, habrías logrado ese proyecto vital para la empresa y tendrías el reconocimiento merecido por las arduas jornadas de trabajo.
El tamaño de tu ego creció con cada metro cuadrado de despacho que conquistabas. Todo en esta vida se mide por centímetros, pensaste. Los 20 centímetros de la hombría, los 90-60-90 de la voluptuosidad. Los metros cuadrados de tu nueva casa en el centro.
Con cada reconocimiento público a tu extrema dedicación necesitaste con menor urgencia el roce de unos labios. La ternura de tu hija al levantarse y pronunciar tu nombre. La caricia de una mano amiga bajo la mesa. La complicidad de unos ojos que antaño no necesitaron de palabras, y ahora las buscan con codicia.
Trabajando suspirabas durante el primer fracaso escolar de ese hijo al que le tatuaste tu apellido. En su primera vacuna. Durante su primera borrachera. Durante todos aquellos años de necesidad de una referencia masculina que le enseñara su lugar en el mundo.
Pensando en el trabajo estabas la primera vez que respondiste con un silencio a aquel te quiero. Y el quejido sordo te hizo saber que ya nada sería igual. Y te prometiste solucionarlo en ese receso. En ese descanso. En esas vacaciones que nunca tomabas. En ese rellano que siempre subía de peldaño. Con sexo. Con un viaje. Con un regalo que simbolizara la eternidad de un sentimiento que nunca vislumbraste.
Y aquel hilo familiar terminó quebrándose una tarde lluviosa cuando fue ella la que padeció de afonía por todos esos años de gritos susurrados.
Luego, la ansiedad sobrevenida. La falta de sueño. Tu pelo desgarrándose. No por el abandono. No por la soledad. Sino por la humillación súbita e inesperada. La ausencia de previsión.
Malditas mujeres y sus necesidades.
A tus cincuenta y muchos también te sobrevino la bajada. Porque siempre habrá laboradictos más jóvenes, más fuertes, más sumisos, más baratos, más guapos o más imprescindibles que se ofrezcan a dejarse la piel por esa empresa. La lozanía de un cutis – y de un sometimiento- más terso.
2 comentarios
Tristemente precioso. O así lo sentí.
Desalentador y real. Yo suelo escribir estas expriencias en ficciones ajenas para no olvidarme de lo importante.
Muchas gracias por pasarte, Fátima. No conocía tu blog y me ha encantado. Así que ya me verás por tu casa 🙂