Siempre he querido escribir sobre pelotas. Sobre pelotas y aduladores. Abrazafarolas del tres al cuarto. De trajes y emperadores. De parásitos. De embelecadores sin pudor.
Sé que cuentos y cuentistas ha habido siempre. A mí, sin ir más lejos, me encanta inventar con la palabra. Y aún más encaramarme en las fantasías ajenas. Leerle a tus hijos todas las noches te da la maravillosa oportunidad de observar a través de sus ojos y recuperar historias olvidadas.
Me viene a la memoria el cuento del traje nuevo del emperador, de Hans Christian Andersen, en el que todos los validos del rey simulan ver las inexistentes telas para no parecer tontos. La metáfora -que está a la orden del día – pone en evidencia una situación en la que una amplia (y usualmente sin poder) mayoría de espectadores decide de común acuerdo compartir una ignorancia colectiva de un hecho irrebatible, aun cuando individualmente reconozcan lo absurdo de la situación.
¿Te resulta familiar?
Yo he visto muchos séquitos adulando la supuesta inteligencia y buen hacer de un jefe en un espectáculo casi pornográfico. Me pregunto a menudo las razones de ese comportamiento, más allá del interés evidente de medrar.
Supongo que en el ámbito laboral se adula para ascender. O quizás sea esa preferencia por la sumisión y la necesidad de gustar. A veces para maquillar las propias limitaciones mientras me desgañito alabando las de mi superior. Y al halagar me alineo también con la visión del líder. No es extraño, entonces, que ellos -y ellas- prefieran rodearse de mediocres que no pongan en entredicho su capacidad.
Para el superior, el halagador es útil porque es un proveedor de su autoestima. Esa que tenemos todos tan mutilada y que necesitamos alimentar de tanto en tanto. Probablemente sea porque cuanto más alimentes el ego de tu jefe, menos te exigirá desde el punto de vista laboral, aunque honestamente no sabría decirlo. Nunca -ni tan siquiera en el colegio- se me dio bien el arte del peloteo.
Constantemente he huido de esa dinámica autocomplaciente en el ámbito laboral y personal. Puede ser esa la causa de muchos de mis desvelos, pero me parece repugnante que dobleguemos nuestra autocrítica al halago ajeno sin al menos una mínima reflexión. Es imposible agradar a todo el mundo, así que cuando un director afronta una decisión que goza del apoyo unánime de todo su equipo, puede que haya un porcentaje que oculta lo que piensa.
Últimamente el universo 2.0. goza de muchos validos que repiten halagos escuchados de otros en 140 caracteres. Medimos el tamaño de nuestro ego virtual en followers y en klout, en número de fans, en la capacidad de ser influenciadores en no sé qué materia, en #FF, en retuitear cada piropo que nos hacen para alimentar un poquito nuestra vanidad, en postear lugares comunes y citas. Muchas citas.<
Los halagos en el contexto 2.0. son contagiosos y ofrecen la falsa apariencia de la unanimidad de opiniones. De sentirse parte del grupo que adula a ese gurú en social media, en coaching, en marketing o en análisis político. Es un nuevo tipo de borreguismo travestido con cristal líquido.
Enardecer las virtudes ajenas lo hemos hecho todos. Forma parte de nuestra realidad social. El problema de este escaparate virtual es que nos hace perder el pudor y hasta el buen gusto. Nos hace olvidar que una personalidad 2.0. tan trabajada, tan descarnada, tan marca, debe tener su homólogo en el mundo 1.0. Resulta turbador cruzarte por la calle o por el pasillo a ese gurú que da los buenos días por twitter con la mejor sonrisa, que alaba el elogio ajeno y enaltece el trabajo colaborativo en las redes, y no es capaz de dar los buenos días de buen grado cuando no tiene espectadores ante los que pavonearse.
Yo, por si me olvido, para este año me he propuesto un ingenuo propósito. Huir de cuentistas y abrazafarolas y rodearme de personas más auténticas -virtuales o físicas- que tengan el mismo talante en las redes sociales que en el ascensor de mi oficina y que no encumbren mi vestido cuando vaya desnuda.
Xenia García
Photo credit: opensourceway via photopin cc
3 comentarios
Permíteme, en primer lugar, tomarte prestado el título de tu Blog: tantas veces quiere uno dejarte unas palabras comentando tu trabajo, y tan poco tiempo de que se dispone… Ya ves, a esta altura del campeonato vengo a comentarte esta entrada de enero.
Timeo Danaos et dona ferentes. Suelen gustarme los latinajos (reconozco que a veces abuso de este recurso para quedar como el aceite, un defecto más que debo corregir), pero este me resulta de aplicación casi diaria. Y por partida doble: cuando alguien empieza a decirme lo bueno que soy haciendo eso o lo otro (en mi mundo profesional este tipo de dardos vienen a menudo, tanto de arriba como de abajo), me echo a temblar; pero cuando veo con cuánta desesperación muchos personajes andan necesitando la adulación, y cómo la consiguen con tanta facilidad, se me nubla la vista. Y (segundo defecto que confieso esta tarde) no lo puedo evitar: llega un momento en que me sale de lo más profundo el grito de que el emperador está desnudo; soy un perfecto bocazas.
Esta doble incapacidad de recibir complacencia y de prestarla lógicamente termina por tener consecuencias bastante indeseadas: de hecho uno se va convirtiendo poco a poco en un indeseable. Difícil el encaje en cualquier grupo social/profesional si uno va con estas alforjas.
Y no es que a uno le amargue lo dulce; es que los halagos raramente son sinceros y menos aun gratis. Ya se sabe que cuando el discurso empieza por «considero que eres un tipo fenómeno por esto y por lo otro», al final del circunloquio siempre aparece el temido e inevitable «pero» que te introduce al conocimiento de lo que te va a costar la broma.
Y no es que uno sea celoso de las virtudes de los demás; es que en el halago también existe la inflación: si se abusa de él se devalúa. Por eso hay que ahorrarlos, reservarlos para esos pocos casos concretos en los que realmente merece la pena. Como para este blog.
Vaya, Ricardo. He tenido que googlear tu latinajo :-)Tiendo a creer -o a esperar- que existe un lugar deseable para los que no doran continuamente las píldoras ajenas. Yo, de momento, tampoco lo he encontrado, pero voy conociendo muy buena gente en la búsqueda de ese paraíso perdido.
No sé qué decir ni qué responder a tu comentario, ya ves. Quizás un honesto gracias sin otro pero que un hasta luego.
Permíteme, en primer lugar, tomarte prestado el título de tu Blog: tantas veces quiere uno dejarte unas palabras comentando tu trabajo, y tan poco tiempo de que se dispone… Ya ves, a esta altura del campeonato vengo a comentarte esta entrada de enero.
Timeo Danaos et dona ferentes. Suelen gustarme los latinajos (reconozco que a veces abuso de este recurso para quedar como el aceite, un defecto más que debo corregir), pero este me resulta de aplicación casi diaria. Y por partida doble: cuando alguien empieza a decirme lo bueno que soy haciendo eso o lo otro (en mi mundo profesional este tipo de dardos vienen a menudo, tanto de arriba como de abajo), me echo a temblar; pero cuando veo con cuánta desesperación muchos personajes andan necesitando la adulación, y cómo la consiguen con tanta facilidad, se me nubla la vista. Y (segundo defecto que confieso esta tarde) no lo puedo evitar: llega un momento en que me sale de lo más profundo el grito de que el emperador está desnudo; soy un perfecto bocazas.
Esta doble incapacidad de recibir complacencia y de prestarla lógicamente termina por tener consecuencias bastante indeseadas: de hecho uno se va convirtiendo poco a poco en un indeseable. Difícil el encaje en cualquier grupo social/profesional si uno va con estas alforjas.
Y no es que a uno le amargue lo dulce; es que los halagos raramente son sinceros y menos aun gratis. Ya se sabe que cuando el discurso empieza por «considero que eres un tipo fenómeno por esto y por lo otro», al final del circunloquio siempre aparece el temido e inevitable «pero» que te introduce al conocimiento de lo que te va a costar la broma.
Y no es que uno sea celoso de las virtudes de los demás; es que en el halago también existe la inflación: si se abusa de él se devalúa. Por eso hay que ahorrarlos, reservarlos para esos pocos casos concretos en los que realmente merece la pena. Como para este blog, por ejemplo.