No soy nada fotogénica. Cuando huelo un objetivo se me arruga el entrecejo sin remedio. Me pasa desde pequeña, por eso tengo fotos llorando y enfadada. Muerta de la risa y con la boca tapada cuando era niña. O con la boca abierta al mundo, que es como me río desde que me puse los brackets con treinta años. También las tengo tristonas o ensimismadas. Pero muy pocas sonriendo a cámara.
Esta tarde en la Alameda, mientras leía a Cortázar cien años después de su nacimiento, se me ha acercado un desconocido. Se ha sentado a pocos metros sin mediar palabra. He sentido su presencia y mirado alrededor. Últimamente la Alameda vuelve a tener un aire decadente y decrépito. Cuajada de litronas a medio apurar a las once de la mañana y a las seis de la tarde. Vidrios merodeando los juegos de infancias ajenas.
Pero el desconocido ha comenzado a dibujar. Yo relajo mis facciones mientras emigro de nuevo a las palabras escritas. Termino mi cuento y miro a un punto indefinido. Entonces se levanta y me entrega su esbozo. «Esta es tu mirada leyendo lo que lees».
No sabía el desconocido que nunca nadie me había dibujado antes.
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