Mi madre fue, durante más de una década, la librera del barrio. Dicen que desfalleció una noche por vivir tantas historias ajenas. Husmeaba con esmero cada libro que llegaba a sus estantes, manoseando desgracias de muertes y amores como si fueran propias. Palpitando con ellas. Rezumando palabras advenedizas.
Cuentan en el vecindario que su negocio nunca dio más que para pagar las deudas, pero jamás lanzó un lamento que sirviera de argumento a mi padre para cerrarle el local. Ella leía de día y de noche en la soledad de aquel cuartucho, tal era su desmedida afición por las palabras. Hasta que un día, cansada de descifrar siempre los mismos finales imaginados, comenzó a arrancar las páginas más predecibles y reescribirlas. Descubrió con esta práctica la forma de descuartizar rutinas.
Desde entonces la recuerdo sobre el taburete de la librería deshojando desenlaces de novelas, mezclando tramas policíacas con surrealistas; confabulaciones románticas con giros de terror. Una noche, mientras destripaba su último ejemplar, desapareció. Desde entonces intenta mi padre traspasar el negocio, pero los libros continúan mezclando sus páginas huérfanas buscando finales imposibles y no conseguimos poner orden para atraer a ningún comprador.
2 comentarios
Enhorabuena por el relato y por el premio 🙂
¡Muchas gracias, Santiago!