“Él fue el átomo a quien preferí entre toda la arcilla de que están hechos los hombres; él era una oscura joya, nacida de las aguas tormentosas y extraviada en alguna cresta baja»
Emily Dickinson
Hay quien le canta al amor cuando únicamente sobreviven las cenizas. Y claro, entonces lo veneramos como si no hubiera un mañana. Con ese lamento lánguido de adolescente atormentado, de artista incomprendido y acongojado. Cuando el tiempo -implacable- ya ha hecho de las suyas, es prácticamente imposible reavivar el cadáver. Lo dice una que estuvo bien muerta una vez y que ni el tesón ni el temor a lo desconocido consiguió que la llama prendiera de nuevo.
Por eso al amor hay que cantarle al oído. Susurrarle un tango y volar con los ocho pasos sobre las brasas calientes. Sacudirlo cuando se adormila y acurrucarlo en el vientre. También hay que dejarlo sólo a veces para que mire al horizonte y sienta la brisa en la cara. Hay que alimentarlo. Dejarlo volar. Muscularlo como a un cuerpo fornido. Y celebrar que crece. Por si alguna vez tuviéramos que amortajar su cadáver y retener entre nuestros dedos sus despojos.
Xenia García
2 comentarios
Qué bien lo expresas. Muero de envidia 🙂
🙂 ¡Qué va! Lo único digno de envidia es sentirlo… Besotes