Hace unos días, en el taller de escritura de Relatoras, me pidieron que reflexionara sobre el cuento popular que más caló en mi infancia e influyó en mi forma de ver el mundo. Tuve la tentación de elegir la Cenicienta, la Bella Durmiente, Blancanieves o incluso la Ratita Presumida. La hija renegada, la hija dormida o la hija rechazada. Así de arraigada sentía esa imposición de un príncipe azul que me salvara y me prometiera la felicidad eterna. La sumisión de mi fortuna a un desconocido que me cuidara, me cortejara, me venerara como mujer florero.
Los cuentos de hadas son las manifestaciones más simples del inconsciente colectivo. Pero luego, profundizando un poco más, subiendo otro leve peldaño en todo aquello que escondemos en el pliegue de la almohada para que nadie lo curiosee, me encontré sin quererlo con esa muchacha adolescente protegida, a la que no le aterraba el mundo exterior sino que le parecía atractivo. Casi tanto como el lobo seductor que la tentó para desviarse del camino establecido.
Esa joven se escondía bajo el rojo de su caperuza, simbolizando -dicen muchos- la edad sexual de la protagonista que pone todo su afán en guardar su virginidad ante los extraños, como aquel lobo engatusador que la tienta a apartarse del camino fijado y que en el fondo, quería lo que quería.
Elegido el cuento, se trataba ahora de darle la vuelta a esa lealtad por Caperucita Roja y crear un cuento diferente. Claro que a mí siempre me sedujo más el lobo que el cazador protector. Y salirme del sendero fue un anhelo repetido y soñado en mi adolescencia. Plena rebeldía y desobediencia que provocó -en alguna que otra ocasión- que inevitablemente el lobo me comiera.
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