La dama perdida lloraba en la esquina de la calle Arboleda con las manos metidas en los bolsillos, cuando el joven de ojos verdes la vio de lejos. La observó quedo unos instantes, mientras la respiración agitada de la mujer se templaba y alcanzaba un ritmo acompasado con el viento sordo del mes de diciembre. En dos zancadas se situó frente a ella y la dama perdida se cubrió con la caperuza de su abrigo rojo para ocultar la vergüenza.
—¿Qué le ocurre, señorita? ¿Necesita ayuda?
La señora alzó la mirada agradecida hacia el rostro del desconocido, dudando unos instantes. El mozo tenía las facciones aniñadas y cándidas, muy diferentes a las miradas oscuras y feroces que frecuentó en su juventud.
—Volvía a casa— farfulló— y aquel señor quiso ayudarme con las bolsas. No podía con toda la compra y me pareció un caballero amable. Cargó mis bolsas sin ningún esfuerzo, y al doblar la esquina, me tendió la mano. Una mano helada y enorme. Resbaladiza. ¿Dónde vas tan sola por estas calles?, me preguntó. ¿No sabes que las señoritas deben cuidarse de los desconocidos? No es seguro, criatura. Hay mucho desalmado ahí fuera. Y mientras me hablaba, sentía su mano cada vez más cálida y ceñida. Me apretó la muñeca hasta arrastrarme tras unos matorrales en la explanada donde todos los años montan la feria.— Cogió aire y se cerró el abrigo rojo escondiendo la blusa desgarrada, incapaz de seguir con el relato.
— No se preocupe, señorita. La acompaño yo a su casa. O si lo prefiere, acudimos primero a la policía. Dentro de poco se pondrá el sol. Será mejor que nos pongamos en marcha.
La dama perdida dudó unos instantes. Pero la mirada franca y el aspecto del joven, su boca fina y rosada, las manos pequeñas y cuidadas terminaron de convencerla. Se recompuso la vestimenta con un delicado batir de pestañas, que en otro tiempo sombrearon unos cautivadores ojos almendrados. Se ciñó la bufanda para esconder el incipiente cuello descolgado a causa del paso del tiempo y rememorando la piel tersa que lució años atrás, se colgó del brazo del desconocido. Tuvo la tentación de disfrutar del camino y deleitarse en la conversación de su acompañante. ¡Cómo eran los tiempos modernos!, gemía el joven. Qué peligros acechaban toda aquella superficialidad maldita. Qué vacío de valores, cuánta crueldad, que ni siquiera una señora podía caminar por la calle sabiéndose segura.
Tan excitante le pareció la ingenuidad de su compañero, que tentada estuvo de poner a prueba una vez más su capacidad de seducción en lugar de clavarle las uñas y arrastrarlo a un nuevo páramo solitario. Pero entonces sintió el peso de los años y supo que su corazón no soportaría otro rechazo como el del anterior desconocido. Así, reprimió una sonrisa de venganza acercando sus labios a la oreja de su acompañante y lamió el cálido cuello. Esta vez, no le aullaría a la luna.
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