Esta es Blanca. Lleva cuatro años con nosotros y es la mejor amiga de Nora. Las abuelas de Nora son abuelas de Blanca también y le hacen la ropita con mucho mimo. Viaja con nosotros y duerme con ella. Cuando comenzó con nosotros, Blanca no era Blanca. Blanca era Pablo. Así nació Blanca: siendo Pablo para Nora. Eligió ella su nombre, como hacemos los padres con los hijos. Dándoles un nombre que a veces resta libertad o pretende imprimir rasgos de una personalidad que los padres ansían. El amor a veces tiene esas consecuencias. Así se convirtió Pablo en su mejor amigo, hasta que un buen día, no sabemos por qué, el gato se despertó siendo gata.
Esa mañana Nora nos informó de que su gato era, a partir de aquel momento, gata. Se llevó algún tiempo -cada vez que nos referíamos a Pablo- corrigiéndonos. «Mamá, ya no es Pablo. Ahora es Blanca. Ya te lo he explicado». Quizás Pablo se sintió Blanca desde siempre, pero lo cierto es que nosotros, sin entender nada, necesitamos un tiempito para verlo.
No he vuelto a recordar este episodio hasta que anoche, viendo los Reporteros, escuché testimonios de padres de niños transexuales. La incomprensión que padecen, el desconcierto y la desinformación. Esa lucha por comprender y que el resto comprendamos que la identidad no viene marcada por unos genitales. Igual que nuestra identidad no queda encapsulada por un nombre propio. No se puede etiquetar todo y, si se hace, no hay nada malo en re-etiquetarse de nuevo.
Contaba una de las madres cómo fueron conscientes de que se enfrentaban a algo que escapaba a su entendimiento cuando su hijo -que desde hace mucho tiempo se sentía hija aunque con genitales de niño- comenzó a llorar desconsoloda al ver cómo a su hermano pequeño, un bebé de pocos días, se le caía el resto de cordón umbilical. Ni siquiera tuvieron que preguntarle qué le ocurría, porque la niña gritaba atormentada, suplicante, preguntando que cuándo le tocaría a ella, cuándo llegaría aquel momento tras tanto esperar, siete años ya. Por qué ella tenía que esperar tanto para que se le desprendiera a ella, para que ese apéndice dejara de determinar cómo ella se sentía y cómo el resto del mundo la percibía. Cuánto le quedaba para ser una niña normal. Una niña como todas las demás.
Comentaba una de las psicólogas que somos los adultos los que mayores problemas tenemos al aceptarlo y que los niños -si se les transmite adecuadamente- lo ven como algo natural. Me acuerdo de Blanca y de Pablo y me digo que -salvando las distancias- quién soy yo para llamar a Blanca, Pablo. Ni para decirle a Nora lo difícil que le resultaría a Pablo convertirse en Blanca en esta sociedad en la que vivimos y el porqué del desconcierto de los demás. Así que aquí os presento a Blanca. A Blanca, que nació siendo Pablo. A ver dónde está el problema.
No hay aún comentarios