Diez segundos

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La abuela mira Barbies entaconadas. Minifaldas semitransparentes que nada pueden esconder. Deseos realizados que se convierten en nuevas insatisfacciones. O en nuevos deseos.

Recuerda entonces que se llevó años esperando que los Reyes le trajeran aquella muñeca con la que compartir confidencias. Y que ella, la abuela-niña que un día fue, jamás abandonó la ilusión de que cada año pudiera ser diferente. Ese deseo, poco a poco, se convirtió en un anhelo permanente.

Ansiaba con ardor que alguna noche los Reyes respondieran a sus plegarias con una muñeca de cartón a la que cuidar en las largas tardes en las que sus hermanos se disputaban una pelota de caucho. Sin corazón, pero con ojos y boca. Con piel. Con orejitas para poder susurrarle al oído sus más íntimos secretos. Reales y fantásticos. Mundos espléndidos ajenos a la mugre de sus días, al rugir de su estómago, al frío de las noches. Confidencias de las que sus hermanos se reían y sus padres no tenían nunca tiempo de escuchar. Soñaba con alimentarla y abrazarla. Con acunarla a su lado en el duro camastro. Recordó sus rezos de años anteriores y la frustración de su último intento malogrado cuando descubrió junto al Nacimiento un par de peonzas de madera para el disfrute comunitario.

– Otro año será. Quizás los Reyes piensan que no necesitas una muñeca. Hay muchas niñas en el mundo y muy pocas muñecas. No siempre podemos conseguir lo que queremos. – le decía su madre para paliar la decepción.

– Porque todas las de mi clase tienen una. ¿Por qué ellas pueden y yo no? ¿No son mágicos, mamá? ¿No es la magia igual para todos los niños? – La abuela-niña aprieta los labios conteniendo el desconsuelo – Qué mierda, mamá. A ellas sus familias se la pueden comprar en cualquier momento.  Pero yo sólo los tengo a ellos.

La madre tuerce el gesto y abre la boca a punto de acabar con la agonía. La verdad siempre es mejor. Pero se limita a apretar la cabeza de la abuela-niña contra el vientre flácido por los seis embarazos. También ella desearía una barriga tersa, pensó. Y un poquito de menos frío.

A pesar de las constantes decepciones, la abuela-niña continuó pidiéndole a ese otro Niño, cada noche, una muñeca con la que compartir sus días.

Y un día llegó.

Recordaría la abuela-niña durante muchos años el aroma a limpieza en los pliegues del vestido almidonado de su primera muñeca, la fragancia a orden, a compañía, a confidencias. El suave tacto bajo sus sucios dedos con uñas roídas de esa mañana de Reyes. La delicadeza de sus tirabuzones. La excitación de la posesión por la posesión, un disfrute hasta ahora desconocido y vetado por ser la pequeña de una familia hambrienta de los requisitos más básicos. Y corrió con ella en brazos celebrando la consumación de la espera. Casi siete años. Pepita pegada a su pecho para mostrarle a su madre y al mundo cómo finalmente la magia había hecho justicia. Cómo habían escuchado sus continuas plegarias y premiado su paciencia. Porque desde luego, sí que era posible soñar desde el infortunio y la calamidad. No así el recurrente argumento proclamado por sus padres y hermanos, que castraban las inmaduras ambiciones para restaurarlas y desfigurarlas, para  transmutarlas en mansedumbre enfermiza.

– ¿Lo ves, Pepita? Al final viniste. Te esperé siete años. Pero por fin estamos juntas.- La abuela-niña le atusa el vestido mientras le deshace lazos y botones. Siente curiosidad por ver el cuerpo de su acompañante y acaricia su piel rosada.

Fuera, en el patio comunitario, un grupo de niños corre tras un balón. Otro se turna la peonza que los Reyes han dejado a su paso. A la abuela-niña, esta vez, no le interesan los juegos ajenos. Continúa de rodillas preparando el baño en el lebrillo familiar que a media mañana colocó bajo el sol a escondidas de su madre. Para evitar la recriminación del derroche de agua.

– No te preocupes, Pepita, que he calentado el agua. Tampoco a mí me gusta fría. ¿Qué te pasa?- Siente cómo Pepita tuerce el gesto de cartón piedra y la mira con gravedad, pero apela a la responsabilidad de cuidadora y la sumerge en la vasija amorosamente.

– No llores, Pepita, no llores. No pasa nada.- Juega la abuela-niña a ser madre mientras frota el cuerpo desnudo con una intranquilidad que la desconcierta. Continúa afanosa su tarea. Siete años persiguiendo un sueño son muchos para dejarse vencer ahora por un poco de frío. Quizás los labios de Pepita parezcan más apretados y con una mirada ausente de ternura. Juraría que tiene aún más hinchadas sus orondas piernas, así como su abdomen. Y piensa que quizás haya sido la cena o una indisposición pasajera.

La abuela-niña ve de repente flotar jirones de piel en el tibio líquido del lebrillo. De los brazos y piernas de Pepita. Uno, dos, tres desgarros. Del vientre que ya no parece hinchado sino leproso. Cuatro. De las manos rollizas con dedos amputados. Cinco, seis. De la gélida sonrisa agonizante. Siete. La abuela-niña agita las manos buscando los restos que recompongan su sueño. Ese que de escapa entre sus dedos. Por qué nunca nadie le dijo que las muñecas no soportaban los baños. Ocho. Que los sueños, cuando se cumplen, hay que aprender a cuidarlos. Nueve. Que no merece el dolor de una fantasía tan efímera. Diez. Que no hay justicia ni magia para los miserables.

Xenia García

Foto: «Pena» de Juan Buchelli.

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2 comentarios

  1. Uf Xenia, inteso, triste y auténtico. Eres única expresando sentimientos y situaciones, y creo que todos los que leamos este relato tuyo lloraremos por esa Pepita deshecha en el lebrillo. Un beso muy fuerte 🙂

    • ¡Ay, Margarita! Se me había pasado responderte a este comentario. Como siempre, muchas gracias. Yo creo que todas las muñecas esconden historias. Nos vemos el miércoles. Un besazo.

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