«El jardín de la memoria» de Lea Vélez lleva dos meses en mi mesita y me he comportado con él como hacemos tantas veces aquí en el Sur. Ya te llamaré, que sí, que sí, que a ver si nos vemos, cualquier día de estos te doy un telefonazo y me presento en tu casa para tomar un café. Pero luego pasa la vida con sus extraescolares, con las tutorías, con las tareas de mis talleres literarios, con los cumpleaños infantiles. No está bien meterse en casas ajenas para observar el dolor, aunque antes nos anunciemos por teléfono. Entonces empiezo el libro con un poco de temor y algo de pudor por presenciar la tragedia del otro. Pero en seguida leo frases como «Me gustaría que mi libro salve a alguien; ¿De qué?De pensar que la muerte es lo peor que nos sucede en la vida» y siento que no quedan ya ventanas ni puertas por abrir, que ya estoy dentro.
Lo leo del tirón y ahora no puedo dejar de llorar, ni puedo dejar de leer. No es por la muerte, me digo. No sólo es por la muerte. Ni por los moratones que todos tenemos. No es sólo porque un niño pase sus últimos días en el Hospital de Bristol mientras su padre le recuerde que le dé cuerda a su reloj antes de irse a la cama. Ay, los objetos. Ni porque ella vea apagarse la risa («No sé si el amor existe sin la risa»). Ni por las fotografías de Francisco Boix, que cuentan el dolor de los otros en el Holocausto.
Lo que no tenemos es tiempo, pienso. Tampoco lloro porque el cáncer se cure en ratones pero su curación no entre en planes de estudio ni en programas electorales, como apunta Lea. Ni porque esté en manos de los bancos o porque no tenga cabida en el sofá de los salones de esas familias que pasan por ello. Da igual si la razón es una radiografía cuando su madre estaba embarazada o que una mañana se levantó y fumigó las flores del jardín de su pareado en camisón. Luego vinieron los moratones por todo el cuerpo y el darle cuerda a un reloj imaginario para que la muerte tardarse en venir a cenar.
El «Jardín de la Memoria» es una caja de recuerdos, un álbum de fotos, un diario, un puente de tramas paralelas, una lista de cosas por hacer mientras ella riega el jardín más bello, ese jardín para que corran los niños. Es un regalo repleto de amor por la vida y una promesa: la de quedarse en los objetos que narra, que faltan o se transforman, la de permanecer en las palabras.
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