Cuando todos pensaban -esperaban- que lo próximo sería una novela, él escribió un poemario. Lo cuenta orgulloso a quien le pregunte, quizás porque disfrute con la idea de libertad, de la individualidad que le ha ofrecido su nuevo hogar, la Sierra de Segura, lejos de la dictadura de un modo de vida que no le convencía. Andrés era (es) músico y escribió tres libros de cuentos, se marchó a vivir a la sierra dejándolo todo, y cuando los lectores, la sociedad o el ritmo editorial pensaban que era ya el momento correcto de una novela que expresara su madurez, escribió este poemario.
‘Mensajes en una botella que estoy acabando’ es una catarsis a solas. Es un viaje a un tiempo pasado, a un pretérito imperfecto desde el que se narran los recuerdos y desde el que recordar parece una tarea ineludible. De versos libres y un ritmo sin corsés, quizás herencia de su música, Andrés Neuman ha dicho de los poemas de Andrés Ortiz: “Cada canción triste, se los revela aquí, viene precedida de un buen momento. Una convicción similar tensa estos versos descarnados, de confesión sin anestesia, que logran conjugar la urgencia y la distancia”.
Andrés Ortiz usa en la mayoría de sus poemas la primera persona gramatical, mostrando una clara preferencia por la interiorización y perfilándose como un hablante desconcertado y confundido, carente de todo tipo de certezas sobre la realidad y sobre él mismo, cuya identidad se encuentra escindida, cuestionada, negada o minimizada de diferentes formas. ‘Los crímenes que no cometimos’ es un reflejo de esta caracterización, que desde luego resulta coherente con el momento histórico en el que aparece esta poesía y con la crisis general de valores que padece el sujeto en la época postmoderna, quien parece caracterizarse, como dice J. J. Lanz, por la disolución de la personalidad y la anulación completa de la conciencia individual (Lanz 1995: 182).
En relación con el sujeto postmoderno, afirma D. Cuenca Tudela: “El sujeto no se pensará como sujeto transcendente, estable, indudable (en una sociedad en la que el sujeto se vive como permanente cambio), sino como sujeto móvil, fluido, heterogéneo” y, más adelante: “En la postmodernidad se tiene la sensación de que los valores morales o religiosos ya no constituyen los cimientos fijos y estables sobre los que se construye un sujeto sólido, cosificado. El sujeto fluye inestable y cambiante” (Cuenca Tudela 1998: 143, 145).
En este poema, sin embargo, él es ella, algo inusual en sus poemas. Una explicación posible, en palabras de Jaime Gil de Biedma, la podemos encontrar en la afirmación de que “La voz que habla en el poema, aunque sea la del poeta, no es nunca la voz real, es sólo una voz posible, no siempre imaginaria, pero siempre imaginada. La persona poética es precisamente eso, impersonación, personaje” (Gil de Biedma 1980: 341).
Él es ella en los crímenes que no cometimos, ella que llama, ella que grita, que necesita, que tiene miedo de verse sorprendida por la muerte, (¿o quizás no?) y que ansía un acercamiento verdadero con el amor que tiene enfrente mientras la cotidianeidad la entierra (me despego extrañamente del sitio/y desaparezco/con la cabeza sobre el plato/ sin más).
Se trata, pues, de una declaración de amor y de muerte, porque ella está pero no. Vive, pero no (Pero ya no te oigo./Estoy muerta./O puede que sí te escuche/desde un lugar lejano/en las antípodas de la vida). Esa sensación de falta de identidad y el extrañamiento o desconocimiento con respecto a uno mismo (una misma) se manifiesta en este poema en varios de sus versos, quizás porque ella quiera ser otra con otra vida y otro amor.
En esta retórica de la negación, tan propia de los poetas contemporáneos, no existen grandes y nobles luchas, sino que los objetos son cotidianos, son batallas simbolizadas en objetos pequeños e insignificantes, aunque no hay batalla más sangrienta que la de la rutina: la mesa, los cubiertos, el mantel, la tele, la silla. Y es que, sin duda, hay muchas formas de decir no: nuestro lenguaje se ha cargado de negatividad para desistir de muchas cosas (Los crímenes que no cometimos). Se trata de una renuncia, pero también de un «No» como matriz que profundiza por un lado en el dolor de las cosas que dejamos (no te oigo, no respira), porque a veces renunciamos a ellas deseándolas (qué querrá la voz del poema, sino quizás, respirar, vivir, y quizás también cometer ese crimen) y otras veces nos sirve como lucidez para ir asimilando, por vía negativa, una serie de acciones que de otro modo no podríamos comprehender.
Es ese “no” como vía de conocimiento que hemos visto recientemente en otros autores (‘Las cosas que no hacemos’ o ‘Palabras a una hija que no tengo’, de Neuman): aprender a través de nuestros errores o de la misma ausencia, aprender de todo lo negativo que nos rodea en un proceso por el que debemos continuamente ser vitalistas frente a las interacciones de los conflictos que nos rodean, y que en ocasiones no nos dejan vivir. Pero sabemos, intuimos, cómo solucionarlos: deberías dejar de mirar la tele. Apagarla. (…) porque te juro que me vencen las ganas de morirme”.
(Una vez terminada la reseña, me puse en contacto con Andrés para que me resumiera en tres palabras las sensaciones que le provocan su poema una vez publicado. Una sencilla forma de corroborar si es posible algún punto de conexión entre autor y lector sin apenas conocernos, sin más contacto que el leernos y reconocernos en lo que escribimos. Eludo sacar conclusiones en base a ellas. Baste con titular esta aproximación a su poesía con las tres palabras elegidas por Andrés, haciéndolas – sin duda- mías: abatimiento / rutina / ausencia.)
Los crímenes que no cometimos
Un día moriré pronto y se te hará tarde para decirme «te quiero».
Puede que ocurra en este mismo extremo de la mesa,
mientras cenamos el uno frente al otro:
un leve mareo,
me ensimismo para tratar de escapar del vaivén,
entro en un trance superior,
me despego extrañamente del sitio
y desaparezco
con la cabeza sobre el plato,
sin más.
Entonces tú sueltas los cubiertos,
arrastras la mitad del mantel sin saber cómo,
vienes a mí y me preguntas qué me pasa,
y me dices que vuelva, que me quieres.
Pero ya no te oigo.
Estoy muerta.
O puede que sí te escuche,
desde un lugar lejano, en las antípodas de la vida,
destinado a las almas con pena.
Y puede que a mí me sirva esa imagen y ese mensaje,
adivinándote desolado, a los pies de mi cadáver,
pidiéndome una vez tras otra que no me vaya,
que resista, que aguante;
y abandone ese lugar repleto de gente triste que no respira
y acceda a otro lleno de gente alegre,
que no respira.
¿Qué más da?
Nuestra comunicación se habrá roto.
Por eso creo que deberías dejar de mirar la tele.
Apagarla.
Y soltar los cubiertos sobre el plato con tranquilidad.
E incorporarte de la silla.
Y venir hasta ese extremo de la mesa antes de que se te haga tarde;
porque te juro que me vencen las ganas de morirme.
Andrés Ortiz Tafur (Mensajes en una botella que estoy acabando, 2018)
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