Caída libre

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No he terminado.

Me cuesta abrir los ojos, es verdad, pero sé que aún estoy lejos del final, aunque en este instante no pueda moverme. Hace un poco de fresco y sí, quizás me excedí con las copas ayer por la noche. No tendría que haber mezclado ni haber aceptado la invitación. Quizás por eso estoy ahora sobre la mesa del despacho de Lorenzo y sin mi traje de chaqueta, sin nada en realidad. Porque me excedí. Me pasa desde jovencita. Me saturo de mí misma y ya entonces, ya por aquellos primeros años de las botellonas con amigos y los vasos largos de plástico con whisky regado de música —cualquier música en realidad mientras fuera en plena calle— ya bebía para ser un poco menos yo y más como los otros. Solo así los entendía y comulgaba con el mundo.

Ayer no. Ayer Lorenzo me pidió acabar el informe para el jefe de gabinete. Estamos en plena campaña electoral y toca hacer recuento. Pero no de los fracasos y de las grietas que hemos ido dejando y que pueden repararse. Quién se recrea ahora en las fisuras. Siempre se trata de los logros. Y con números. Todo logro debe venir acompañado de números y de entrecomillados, de mensajes claves que se grapen en la mente de los ciudadanos. Tres mil pymes creadas. Quince mil puestos de trabajos directos. Veinte mil indirectos. Trece titulares. Cuatro notas de prensa. Tres informes de veinticinco folios a cuerpo doce y doble espacio. Y así se hizo tarde. Muy tarde. Pensé en mis hijos y en lo poco que los veo últimamente.

Fuera la lluvia arrecia y el sol golpea tímidamente los cristales del despacho de Lorenzo. Está amaneciendo.

—¿Ya se ha dado cuenta? —de pronto oigo los susurros y las preguntas. Proceden de la parte alta de la librería, del estante donde Lorenzo tiene expuestos y enmarcados todos sus títulos, por un lado, y todas esas criselefantinas de art noveau que nunca antes había entendido, por otro. Las figuritas son mujeres semidesnudas bailando en posiciones exóticas y extravagantes. Su sensualidad me molesta. Que me miren en contrapicado también.
—¿Cuenta? ¿Cuenta de qué? —le pregunto a las voces. Me duele la cabeza y tengo muchísima sed. Esta es, sin duda, la peor resaca que recuerdo.
—De lo que le ha ocurrido —dice otra voz, otra bailarina, la de los zapatos de tacón rojo.
—Nos da usted mucha pena, Xenia. Mucha —susurra la escultura más altiva y sensual, con apariencia de ser de bronce.
—Con la de horas que ha echado aquí para el señor Campos en los últimos años. Con la de horas que ha dejado de ver a sus hijos. ¿Creía que iba a heredar la empresa o qué?
—¿Y…? ¿Qué tiene que ver con lo que me ha ocurrido? ¿Y qué me ha ocurrido? —me doy cuenta de que en otras circunstancias les hubiera gritado, les hubiera exigido una respuesta clara, concisa e inmediata. Pero no estoy en condiciones de exigencias innecesarias. Me estalla la cabeza y continúo tan aturdida que opto por la precaución.
—Nunca se la darían a una madre. ¡Nunca se la dan a una madre! ¿Es que no lo ha aprendido ya? —levanta la voz la de los tacones rojos.
—¿Pero cuenta de qué? ¿Alguien me lo puede explicar? —intento no perder la paciencia, intento mantener un orden en el discurso que me permita hilar en mi cabeza resacosa lo que está ocurriendo. Comprender por qué estoy encima del escritorio de Lorenzo como si fuera un pisapapeles y por qué estoy hablando con sus criselefantinas en lugar de despertar a mis hijos para el colegio. Dilucidar por qué estoy medio desnuda.
—Nos da usted mucha pena, Xenia. Tenía unas piernas tan bonitas, tan esbeltas. Ha debido de joderle usted sobremanera. A todas nos ha respetado las piernas. Una bailarina sin piernas no es una bailarina. Sería como arrebatarnos el alma, un exceso de crueldad incluso viniendo del señor Campos. Claro que nosotras éramos bastante más bajas que usted. ¿No se acuerda de ninguna de nosotras?

Hago memoria. Pero no sé dónde tengo que buscar, a qué recuerdos se refieren.

—¿No tengo piernas? —Empiezo a marearme.
De pronto salivo sin parar y la sequedad en la boca es ya una exhumación. Dejo pasar unos segundos, intentando mirar hacia abajo, tratando de encontrar las piernas que me sostienen.
—Pero entonces, entonces. ¿Qué soy ahora? ¿Una más? ¿Una de vosotros? ¿Un mero bibelot? —digo al fin.
Las escucho reírse mientras asienten.
—¡Un bibelot! —susurra una entre risas—. ¡Un bibelot, un bibelot! —y todas la jalean— Eres una muñeca, una figurilla, una bujería, un juguete para él. ¡Exactamente como nosotras! ¡Aunque no seas secretaria! ¿Crees que existen diferencias reales entre ser secretaria o asesora en este antro?
—¡Sólo eras una mujer! ¡Una madre! —gritan todas excitadas.
Menciona la maternidad y me trae fresco el recuerdo de mi incorporación tras mi primera baja maternal. También las recriminaciones de Lorenzo. Desde que has vuelto, Xenia, a las cinco de la tarde se te cae el boli. Ser madre te ha cambiado. ¿Y a quién no? Aunque nunca eran las cinco, qué va, pero tampoco era nunca lo suficientemente tarde para irme. Y cuando llegaba a casa, al baño, al último bibi, a las anécdotas del día, siempre como espectadora ajena, tampoco era nunca lo suficientemente temprano. Por eso la leche se secó en mis pezones.
—Pero sin duda ha sido usted la más trabajadora —apunta la del tocado de carey. Se dirige ahora a las compañeras—: Eso tendréis que reconocérselo. Por eso eres de marfil. Tan bonita. Eres la que más veces le ha dicho que no al señor Lorenzo.
—¡No es no! ¡No es no! —aplauden todas.

Asienten mientras gritan. Asienten sin mover la cabeza. Asienten con la mirada. Asienten en mi cabeza. Pero yo soy licenciada. Me licencié en Ciencias de la Información para no ser como ellas. Y tengo dos másters. Y un postgrado en diseño. Y dos hijos. ¡Ay, mis niños! Y también dos maridos. El primero huyó porque no estaba preparado para ser padre. Y el segundo, el segundo porque era lo único que quería ser y una mujer le sobraba. Un libro publicado y el segundo… el segundo de camino. Dos apartamentos: uno en la ciudad y otro en la playa. Dos hipotecas. Dos. Siempre dos. ¿Acaso es todo esto verosímil?
La de los tacones rojos hace una pirueta en el aire. El sol ya calienta a través de los cristales y yo hace rato que no siento frío:

—¿Verosímil? La verosimilitud y la veracidad no tienen nada que ver en esta historia. Ya tendrías que haberlo aprendido a estas alturas. Mira, si no, los informes que le preparas al señor Campos.
—Son veraces. ¡Son verdad! Yo solo elijo unos datos y no otros. Eso es todo —le echo una mirada fugaz al informe que estoy pisando. Al final no modificó el dato de la inversión—. Pongo el foco en aquello que más nos interesa. Tampoco espero que lo entiendas, que lo entendáis —me doy cuenta de que el mirarlas desde abajo no ayuda en nada a mi autoridad.
—Luego no son veraces.
—¡Pues claro que sí! Objetivos. Veraces. Con datos.
—Vamos, vamos —interviene la del tocado de carey—. Se lo creen los que suspenden el principio de incredulidad. Aceptan tus informes como si fueran reales, como si describieran la realidad de vuestra gestión, pero no son más que verosímiles. Y a veces ni eso.
—¡No es no! ¡Sí es sí! —gritan todas. Siento algo parecido a las noches en las que me pasaba de copas. Que era menos yo y más ellos. Menos yo y más ellas, pero sin entender nada.
—Nadie te va a creer si cuentas que has acabado así por no acostarte con tu jefe. Es un cliché. Igual que nadie te creerá por mucho que afirmes que has llegado a ser asesora por méritos propios y no por acostarte con él. Es lo que tiene la erótica del poder. Hazte un favor y no caigas en solipsismos inútiles.

No espero que nadie me crea, claro. Ni siquiera espero que mi marido me eche de menos cuando vea que no llego, que la entrega del informe se alargó. No espero nada, desde luego. El reloj de pared marca las ocho, el inicio del día de ellos. Si lo hubiera sabido —eso sí— le habría dejado hacer a Lorenzo. No tengo a mi cuerpo por un santuario y, al fin y al cabo, ahora soy el juguete sin piernas de mi jefe, que me huele, me toca sin pudor y me usa para que la brisa que aquí nunca entra no se lleve los informes que le he preparado. Como digo, no espero nada, pero no creo haber terminado con todo esto, ni siquiera cuando me lanzo desde el borde del escritorio y caigo haciéndome añicos —el muy cabrón me hizo de marfil— y a pesar de todo, esta imagen del individuo en caída libre me hace experimentar la única y posible forma de trascendencia.

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