La mella

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Es un niño.

Deja su incisivo bajo la almohada, para descubrir, a la mañana siguiente, que todo sigue ahí: el diente -quizás algo más seco- más oxidado, con su hilillo de sangre oscura. No, por primera vez no hay moneda, no hay regalo, no hay nada más que su diente desprendido.

El niño es un niño y se contraría. La frustración le obliga a pasarse la lengua por la encía, a un lado, al otro, una vez, otra, y comprueba que el sabor a hierro ha desaparecido con el transcurso de las fases del sueño y que donde horas antes había un abismo, una fina película de vida ha cubierto ya la cicatriz.

Escucha a su madre trasteando en la cocina. SABE que es su madre comenzando el día y no el ratón Pérez un tanto despistado e intentando encontrar su diente. El niño es un niño pero aún así tiene sus certezas y sin duda esta noche han crecido. De sus nuevas certezas nace un propósito claro, por ejemplo: volver a tomar el incisivo que guardaba bajo la almohada entre sus dedos índice y pulgar y, lentamente, colocárselo de nuevo en esa herida que comenzaba a cicatrizar sin permiso. Tapar la mella y empujarlo con decisión hacia la encía, sin titubeos, sin apenas sentir dolor al desgarrar el fino velo de la noche.

Siente que se clava una espina y aunque se estremece aguanta el gemido. Y de nuevo el sabor a sangre fresca, apretar los dientes, levantarse, besar a su madre, comenzar el desayuno, masticar la tostada con aceite y sentir que poco a poco desaparecen la sangre y el velo que protegía la mella, mamá, ayer por la noche se me cayó un diente, de nuevo, con la misma prosodia, ay mi niño, qué mayor, otro para el ratoncito Pérez.

Es un niño y el ratoncito Pérez se ha olvidado.

Se sonríe y desea que su madre se hubiera acordado. Que se despiste el ratón, bueno, es comprensible, ha podido tener un imprevisto, una emergencia de última hora. Al fin y al cabo son muchos los niños que pierden sus dientes en un día. ¿Pero su madre? Su madre solo lo tiene a él. Pues ahí dejará el diente muerto, piensa, enterrado en la tierna encía para que eche raíces, hasta que ella se acuerde y le reconozca el derecho a ser un niño todavía.

***

El niño ya no es un niño.

Abre la boca y ella le mete la cuchara llena de crema de calabacín. Al primer contacto de sus labios con la pasta, él hace una mueca. ¿Está muy caliente?, pregunta mientras sopla y le salpica la cara con motas de crema blancuzca.

No entiendo tu empeño, le dice al que ya no es un niño mientras le mete otra cucharada. Y otra. De verdad te lo digo. No entiendo tu empeño por dejarte ese diente ahí. Ya lo ha dicho el dentista, quitártelo es cuestión de minutos, un tironcito, seguro que ni anestesia ni nada y así podrías ponerte una dentadura postiza en condiciones. ¿Es que no quieres masticar? ¿Vas a pasarte la vida tragando crema de verduras?

Él ya no es un niño y ella no comprende.

Su boca, piensa mientras se atraganta con la dichosa crema de verduras, es la confirmación del primer olvido. Su hija no lo entiende, pero él sabe, SABE, que si se desprende de lo único que permanece del niño que fue, si lo coloca bajo la almohada, no vendrá el ratón Pérez a llevarse el diente olvidado -ya no- ni su madre, muerta hace ya años, sino que él desaparecerá para siempre.

La hija se desespera ante el adulto que ha vuelto a ser niño. Le mete una cucharada que colisiona con ese diente caprichoso y ridículo, quién entiende a los mayores, quién los entiende abrigados de sus manías y locuras, y sin apenas darse cuenta agarra entre sus dedos índice y pulgar la pieza amarillenta tirando hacia abajo. Al principio se le resiste un poco, resbaladiza por los restos de la crema, pero ella es joven y decidida y con un leve movimiento, minúsculo, seguro que su padre ni se da cuenta, chocheando como está.

No entiende que él es un niño y que ha escuchado el crujido de algo pudriéndose a ritmo desbocado y para siempre, que no es otra cosa que la muerte definitiva de su hombre interior.

Ilustración: Calavera Oaxaquea, obra del artista José Guadalupe Posada. Foto Eyleen Vargas

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