Hace unas semanas, deambulando por el centro, vi a una pareja caminando de la mano. Lo hacían con cansancio, a pasos cortos, la mano de ella contenida en la de él, la mano de él acariciando la de ella, sin prisas, mientras que el resto –turistas en su mayoría– los adelantan por la derecha e izquierda. Él es más bajo que ella y esa desigualdad, poco habitual, hace que yo afloje el paso, que agudice la vista y los sentidos y permanezca detrás de ellos, observándolos. A veces me dedico a mirar a la gente, cazando al vuelo una palabra, una mirada o un gesto y muchas, muchas veces, me descubro en esas pupilas y sus andares, en esos desconocidos que no lo son.
En un momento dado, él se detiene. Y ella con él. Se desatan las manos y se miran a los ojos durante unos segundos, justo antes de que él le coma la boca con una urgencia casi trágica, –no fue un beso aquello, no– allí, en mitad del hormiguero de una tarde veraniega, con un temblor contenido y un idioma compartido a dos voces que solo ellos hablan.
Me emociono especialmente por la edad de la pareja, calculo que en torno a los sesenta por las arrugas que gastan, –quizás más– por esas líneas de expresión que son el teatro externo de una vida interior mullida, de todo un mundo escondido con caminos trillados, pisados, descartados. Me emociono también porque no parecen responder al amor que describía Platón, “lo que no tenemos, lo que no somos, lo que nos falta, he aquí los objetos del deseo y del amor”. No parece un amor que se intente poseer, insaciable por estar basado en una carencia, ni que languidezca al satisfacerlo.
Un veinteañero (creo, soy incompetente para calcular edades desde que olvido la mía propia) me adelanta con torpeza, pasa junto a ellos, los mira con desagrado y dice sin detenerse: “Qué asco, ío”.
Qué asco.
Eso dijo.
Hay personas que no saben qué hacer con el deseo. Con el suyo o con el ajeno, con el diferente, con el que burbujea bajo la piel una tarde cualquiera y quiere cavar un poro para poder salir de la docilidad a la que lo sometieron y entonces ofende por rebosar los márgenes de la edad, la raza o la orientación sexual, como si el amor o el sexo –o peor aún, el placer– fuera territorio exclusivo de un canon. Hay personas que viven la fiebre, el sudor, los dedos arrugados, la pólvora del bajo vientre y le ponen un nombre, una edad o una raza que creen que solo les pertenece a ellos. Abren el catálogo que nos dan por cualquiera de sus páginas y dejan que su dedo índice descanse en uno de los vocablos soportados. Todo lo que exceda las cuatro acepciones aprobadas les produce repugnancia.
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