Le suplico al piloto que deje de hacer piruetas. No me gusta estar boca abajo, no me gusta, Deja de querer pintar en el cielo conmigo dentro, mamarracho, le digo. Luego suplico, Por favor, por favor, que yo sólo quería ir de viaje. Mi orgullo se clava de rodillas. Pero el piloto tiene cara de disfrute y pone ojillos de estar pensando en algo o en alguien que no está subido en el avión. Y hay poco que hacer con esas miradas ausentes. Muy poco. Hasta que me harto. Me harto y me lanzo en caída libre con lo puesto. Mis piernas, mi espalda y mi cabeza cortan el aire. Y deshacen los trazos delineados por el piloto. Te jodes, pienso. Por el miedo que me inoculaste. Por el miedo que engendraste alguna vez dentro de mí y ahora no cesa, no se marcha. Miedo a las alturas, miedo a las profundidades, miedo a la muerte o a la vida. Qué más da el complemento directo con un verbo transitivo que te lame todos los poros.
Hay quien teme a las plumas de los pájaros. Yo no. Abro el paracaídas y vuelo, cayendo finalmente (¿cuánto tiempo ha pasado?) en un mar traslúcido color ocre. Nado hacia la orilla, la única posible. El verbo transitivo se ha ido deshilachando con el agua. Cada brazada se lleva una hebra y llego entonces a una aldea con azoteas preñadas de ropa tendida de colores brillantes mecidas por el aire salado. Es entonces cuando me doy cuenta de que voy desnuda. Pero el verbo transitivo ya no vive dentro de mi cabeza, de mis piernas, de mi pecho o de mi espalda, así que poco importa -muy poco- que desconocidos me vean desnuda. Después de haber logrado sobrevivir a aquel salto qué importa, me digo. Qué importan unos centímetros más de piel, si ya no tengo el miedo dentro.
Veo a lo lejos una cordillera iluminada que marca el límite de la aldea. Una de las montañas está formada por mis propios terrores, esos que abandoné en el agua amarillenta y durante el salto. Están todos ahí como sedimentos, desprovistos aún de toda erosión. De quiénes serán las otras montañas, me pregunto. A quién pertenecerán los otros miedos. Porque si una montaña es mía las otras tendrán dueño, no es posible una cordillera sin la fuerza de la cadena, sin una montaña acodada en la siguiente, en esa complicidad que da la cercanía y la larga convivencia.
Queda todo explicado cuando comienzo a caminar por las calles de la aldea de ropas tendidas y compruebo que todos sus habitantes son funámbulos paseando por barandillas, por cables de alta tensión, por los poyetes de las ventanas abiertas y por las cuerdas de los tendederos que ensamblan los edificios. Los niños corren sin miradas vigilantes ni temores en los bolsillos.
¡Vamos, Xenia, súbete! -me grita un niño de unos diez años desde el alféizar de una casita pintada de naranja-. ¡Sube!, insiste. No puedo evitar mirar a mi montaña, allá a lo lejos, peinada por el viento.
-¿No te da miedo?, le pregunto.
– No. – Y el niño mira con los ojos nublados hacia un pequeño monte que acaba en un valle frondoso. Mira con esos ojos de estar pensando en algo o alguien que no está subido al alféizar.
-¿Y si te caes?
-Nada. Si me caigo nada. ¿No te lo han contado? Nunca nos pasa nada. Nunca. Sólo les pasa a ellas – señala con su cabeza a la cordillera.
Sigo en pelotas, pero la conversación me parece interesante y nadie, nadie me mira. Por eso olvido mi desnudez y me subo.
-Y ahora, salta -me dice.
Me gusta soñar porque soy Otra pero no. Soy la misma pero no. Soy diferente pero no. De hecho, ni siquiera sé si soy yo o alguien me es. Pero estas son las cosas que sueño y que soy antes de volar en avión. Antes de arrinconar mi verbo transitivo en la última cadena de alguna cordillera.
Sueño.
2 comentarios
Xenia, desde luego es un sueño estupendo, imaginativo y lleno de imágenes y emociones que vas sintindo con cada palabra. Espero que tu vuelo (el real) fuese fantástico, ja ja. Un beso 🙂
jejejejeje ¡Gracias, Margarita! Cada vez que tengo que volar me pasa lo mismo. No sé si será la edad o qué 😉