Premoniciones

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—Me paso las noches matando a conocidos.

Así de contundente se presentó el señor J. una vez se hubo acomodado en el asiento de piel de la consulta. ¿No era para aliviar el peso de los remordimientos una de las razones por la que uno decidía ir a un psicólogo? Claro que también estaba el argumento del mero trámite, de la caprichosa exigencia de su mujer de tener la certificación formal de su cordura. Hacía semanas que dormía con un ojo abierto, y aunque lo amaba —decía — no podía contener el miedo que le provocaba reposar junto a alguien con esa violencia adormecida.

La doctora R. permaneció en silencio, rígida en su silla frente a él, severa su expresión.

—En realidad no sólo mato a conocidos. También a personas con las que no he tenido ninguna relación, a las que nunca he visto. Aparecen  en mis sueños. Y a todos ellos los asesino violentamente. Siempre hay mucha sangre. En el suelo, en las paredes, en mis manos. Todos ellos gritan y me piden que pare, que me detenga. Huelen a miedo. Pero soy incapaz de pensar en su dolor, en sus ojos llenos de terror. O simplemente es que no me importa,  no sabría decirte. Luego me despierto sudando y bañado en mi propia angustia. Con la boca seca. —Se mira las rollizas manos como interrogándolas con reservas e inmediatamente niega con la cabeza desechando la estúpida idea.—Jamás se me ha pasado por la cabeza matar a nadie. Soy un tío pacífico, de veras. Pero cuando duermo no puedo controlar mis impulsos ¿Qué crees que puede significar?

El señor J. abrió ligeramente las piernas mientras se recostaba en la mullida butaca. Sintió pesados los párpados, dejándolos descansar apenas un par de segundos antes de volver su mirada al rostro de la doctora.

—¿Cuánto tiempo hace que tiene usted ese tipo de sueños, señor J.?

El paciente dedicó una huidiza mirada al reloj de pared que dominaba el fondo de la consulta mientras escuchaba el segundero. Abrió y cerró los ojos impulsivamente con un tic sobre el que perdía el control en momentos tensos. Quiso contarle la historia desde el principio, sin duda, pero le preocupaba la falta de tiempo. Resultaba imposible condensarlo todo en una hora. Y esa contrariedad sería la excusa idónea para hacerle volver. Los psicólogos siempre quieren que vuelvas para continuar rascando. Para saciar esa curiosidad y necesidad de experimentación en mentes ajenas. De no ser por su mujer, jamás habría acudido a un profesional. Hubiera preferido charlar con un taxista. Los taxistas lanzan la siguiente pregunta sin procesar la respuesta de la anterior. Así, al final de la carrera, uno se da cuenta de que ha contestado casi de forma automática a numerosas cuestiones vitales sin la gravedad de una consulta.

El Señor J. tenía sueños premonitorios desde que era un niño. Hubiera dicho que comenzaron cuando celebró su sexto cumpleaños y antes de abrir su regalo supo que contenía un cachorro con un lazo rojo con el que había correteado en sus fantasías nocturnas días antes. A aquel episodio le sucedieron muchos otros, la mayoría provechosos para J., así que saboreaba cada crepúsculo con el deseo de ir a dormir para esbozar la vida que acariciaría al día siguiente. Su primer beso, por ejemplo,  lo saboreó dos veces. En el sueño y en la vigilia. ¡Y qué bien sabía Mariola! Se acostumbró de tal forma a experimentar doblemente las buenas noticias, que maduró su maestría en el arte del ensayo trasnochador.

—Comenzaron hace unas tres semanas —respondió el señor J. —Tuve una discusión muy fuerte con el director de Recursos Humanos. No me malinterpretes. Suelo eludir los conflictos. Pero es que el tipo quería bajarme el salario alegando que no cumplo los objetivos y expectativas de la empresa. «Los indicadores están para algo, señor J.» me dijo. Se debe a que últimamente me duermo. En las reuniones o haciendo un informe. No es culpa mía.  He intentado solucionar mi problema. Incluso he probado con Tranxilium para conseguir dormir cuando toca. Pero tener la premonición de que voy a pasar la noche entre cadáveres me desvela. Siento pavor a quedarme dormido. No quiero continuar haciéndolo. Aquella noche, soñé que lo despellejaba. Literalmente. Mientras tanto, yo le sugería por dónde podía meterse sus indicadores de gestión. —Chasqueó la lengua intentando suavizar la sed — ¿Puedo?

El señor J. cogió la jarra de agua de la mesita baja que los separaba y se sirvió un vaso repleto con pulso inseguro. Derramó unas gotas de agua por la superficie de madera que trató inmediatamente de limpiar con los pañuelos de papel colocados junto al agua. Parece un kit de supervivencia, pensó. Llorar y beber. Él nunca fue de lágrima fácil. Sin embargo, la boca pastosa era otro cantar.

— No se preocupe, señor J. Yo me encargo.

La doctora R. se alisó la falda gris de tubo al levantarse para ocultar sus muslos. Caminó lentamente y con firmeza hacia el fondo de la sala, donde tenía su escritorio. Regresó con un paño inmaculado para secar el exceso de agua, inclinándose hacia el señor J. y dejándole intuir el nacimiento de sus pechos, mientras él se retorcía en el sillón. De pronto le pareció atractiva. Definitivamente, no era su tipo. Pero esa frialdad y distancia, esa excesiva formalidad en sus movimientos, incluso la arrogancia que desprendía, le provocaba la familiar picazón en el estómago que brotaba cuando salía de cacería con su suegro. Es, sin duda, tentadora —pensó al percibir su aroma a pachulí. Volvió a tomar asiento frente a él, rígida e indiferente. Le resultó un tanto familiar en sus ademanes. O será su cuerpo enjuto, escaso en volúmenes, mil veces visto en revistas de moda, caviló. O quizás ese perfume. O el tono de su voz. No sabría decirlo.

—¿No nos conocemos, verdad? —Se inclinó hacia adelante en un esfuerzo inconsciente por disminuir la distancia física entre ambos.
—Lo dudo mucho, señor J. Es la primera vez que viene a mi consulta, como usted bien sabe. —Lo dijo con el convencimiento que le otorgaba la distancia, y el señor J. percibió cómo cada milímetro que él se acercaba, ella se enderezaba recuperando el espacio perdido.
—Ya. ¿Te importa que te tutee?
—Como desee. ¿Continuamos, señor J.? De modo que tras su discusión con el directivo, soñó que lo desollaba hasta matarlo, ¿no es así?
—Así es. —Volvió a apoltronarse— Y a los dos días, al preguntar por él en la oficina, su secretaria me dijo que estaba enfermo. Nada grave, suponía. Pero el doctor le había aconsejado reposo, descanso absoluto. No es que me de pena, ¿sabe? Ese tío implanta un modelo de neo esclavitud allá por donde va. Pero los días fueron pasando y no ha vuelto. No sé qué le ha ocurrido. Dicen las malas lenguas que está en cama muy enfermo. Así de pronto. Un tipo narcisista que vivía exclusivamente para su cuerpo y para el trabajo.
—¿Por ese motivo está usted aquí? ¿Porque soñó que mataba a uno de sus jefes y desde entonces no ha vuelto a verlo? ¿Cree usted que al que asesina en sus sueños es víctima luego de una tragedia que le arrebata la vida?¿Cree que es usted el responsable de cualquier hecho fortuito que pueda ocurrirle a cualquiera de ellos? —Ahora es ella la que se inclina hacia adelante aproximándose.

Dicho así sonaba de lo más ridículo. Y le hacía parecer un estúpido. Quizás la doctora no había entendido el alcance de su problema. O quizás ella no era la persona adecuada para ayudarlo. No podría resistir mucho más la presión de sentirse un criminal cuando perdía la consciencia. Sobre todo desde hacía unos días, cuando soñó que mataba a su mujer a golpes con una cacerola de acero inoxidable hasta reventarle el cráneo. “Ahora mismo vas a buscar ayuda”, le había exigido ella. “Quiero que te aseguren que esos sueños son normales, que no me voy a levantar una mañana con una brecha en la cabeza”.

Continuó percibiendo el segundero mientras meditó qué responderle. Quizás podría usar sus presentimientos para avisar a las víctimas. O quizás tendría que relajarse y olvidarse de las premoniciones. En realidad, no tenía ninguna certeza de que el impresentable director de personal tuviera algo serio. Quizás fuera un poquito de estrés. Pensó que, probablemente, la solución sería adoptar una actitud más positiva. Todo saldría bien con el talante adecuado.
—Sí, doctora R. Visto así quizás sea un poco excesivo. Tranquilizaré a mi mujer —Barruntó el final de la sesión. Se puso en pie a modo de despedida y se dirigió hacia la puerta. —Ha sido un placer. Muchas gracias por todo.
—¿Le parece si nos volvemos a ver el próximo lunes? ¿A la misma hora? Hay algunas cuestiones en las que creo que deberíamos trabajar. Profundizar en ellas.

Le tendió la mano y el señor J. la aceptó con agrado y cortesía. De nuevo esa quemazón en el estómago con la que se había familiarizado en los últimos tiempos. Quizás fuera por su olor. Por ese encuentro fortuito o necesario, no sabría decirlo. ¿O sería por el tacto? Indudablemente era una piel exquisita la que cubría sus muñecas y antebrazos. Una suavidad dócil y sumisa que nada tenía que ver con su aspecto pendenciero y desafiante. Como en su último sueño, que ahora recuerda velado y confuso, pero que con cada golpe de segundero se le antoja más nítido. Duda tan sólo un instante si compartir aquella ensoñación con ella para prevenirla, pero la rehuye.

—Hasta el lunes. —Cerró la puerta tras de sí mientras la doctora R. se llevaba la mano derecha al pecho y el señor J. intuía que nunca más volvería a verla.

Xenia García

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2 comentarios

    • ¡Hola Margarita! Tengo el blog abandonado, lo sé. El manuscrito se ha llevado el poco tiempo libre del que dispongo, pero una vez guardado en el cajón para dejarlo reposar, me pondré de nuevo a alimentar el blog. Muchas gracias por leerme, compañera. Un besazo.

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