Dos chicos: una niña y una larva de tipo duro. Un verano. Una primera pandilla. Una playa gaditana. Una niña-mujer de diecisiete años, quizás dieciséis, que aún a veces sueña con jugar a las muñecas y otras a escribir cuentos. Pero eso no lo dice. No se puede decir a la primera pandilla playera que te acepta que en ocasiones una inventa realidades porque la que tiene no le satisface, no le excita lo suficiente. No lo dice porque entonces sería la loca.
El mismo verano. La misma playa. Un tipo que se cree duro. La misma pandilla, aunque para él no es la primera, porque los chicos duros tuvieron pandilla desde siempre. Hablan de las más guapas. De quién tiene el mejor culo. El mejor pelo. La mejor boca y las tetas más grandes. Hablan de las chicas delante de las chicas, como si ellas no estuvieran. Quizás no estén, quién lo sabe en realidad, cuando la realidad es a ciertas edades como la arena de una playa gaditana.
El tipo duro se toca el flequillo y sentencia:
—Pues yo me acostaría con Xenia. Pero le pondría una almohada en la cara.
No, qué va. No dice eso. Cómo va a decir eso una larva a tipo duro. El chico dice en realidad:
—Pues yo me follaría a Xenia poniéndole una almohada en la cara.
Eso dijo el muy tipo duro de mis dieciséis o diecisiete años poniendo morritos. Y todos rieron la broma —los otros tipos que querían ser duros y las chicas que quizás no estuvieran— mientras yo intentaba averiguar qué de malo tenía mi cara redonda, mis paletas torcidas, mi ceño fruncido y mi pelo quemado por el sol. Todo eso mientras me faltaba el aire, quizás por la humillación, quizás porque sentía la almohada contra mi boca.
Me explicaron luego —años después— que era una cuestión de equilibrio y de justicia. Que había hombres que opinaban que mi cuerpo era un cuerpo diez y que mis facciones no estaban a la altura. En nombre de esa justicia aquel tipo duro me humilló varias veces durante un verano cualquiera. El tipo duro con flequillo y almohada se llamaba Baldomero. Baldo para los otros tipos duros y para las chicas que no estaban.
Durante años caminé por las calles con una almohada en la cara.
Los buenos libros, al leerlos, hacen que recordemos episodios de nuestra vida agazapados en objetos aparentemente tan inofensivos como una almohada. En todas las vidas hay tipos duros, desde luego. Si hubiera leído entonces «Tipos duros» de Andrés Ortiz, quizás hubiera aprendido que a veces es posible vengarse de la realidad más mezquina. Quizás me hubiera ayudado a entender que es posible pasar de ser víctima a protagonista de las historias que llevamos dentro.
Los cuentos que gustan están bien, muy bien. Pero siempre es mejor encontrarse con un texto que excite, que prometa el goce y el placer, aunque sea desde el dolor. Esos textos que nos hacen sentirnos vivos y que nos invitan a eso, a vivir, a escribir, a hablar y a tocar. Que auguran deliciosas venganzas cotidianas.
La masculinidad mal resuelta. Qué gran tema. Quemar la frontera de esa realidad ruin que nos da bocaditos en el dedo gordo de los pies mientras dormimos. Quemarla y ponerla patas arriba, a partir de las cenizas que queden, porque siempre algo queda. Creer así que arreglamos algo, por pequeño que sea, quizás la situación inicial y dejar de ser víctimas de nuestra propia realidad y de nuestras propias historias.
Si mi tipo duro con flequillo-almohada y yo hubiéramos sido personajes de Andrés, probablemente Baldo hubiera acabado casándose con una preciosa rubia de ojos azules, a pesar de su fanfarronería. Casado y con tres churumbeles, quizás, no sé. Vivirían en una casita pareada que ayudaron a pagar prácticamente al contado gracias a la aportación de sus padres, dueños de una famosa tienda de deportes en Sevilla. Pero a pesar de que al tipo duro solo le gustaban las rubias con ojos claros y que por eso se casó con una, ninguno de los vástagos ha salido rubio de ojos claros. Ja. ¿No son crueles los genes? ¿Acaso no son caprichosos? ¿Por qué los niños tienen que parecerse a la única bisabuela de cara regordeta, morena y dientes torcidos? ¿Por qué, eh? Sobre todo su hija mayor, con ese cuerpo, esa gracilidad, pero tan poco rubia, tan poco bonita.
Tan poco.
El tipo duro que me hubiera puesto una almohada en la cara y su mujer rubia tienen una relación aburrida. Bueno, a veces se ríen de las ocurrencias de los niños. Otras se preocupan por las cosas que les cuentan. Por ese incidente en el colegio, quizás. Mañana pedimos tutoría, porque nadie se ríe de mis niños, nadie. Y gracias a esas risas y preocupaciones, ellos creen que viven una vida plena y que su matrimonio tiene sentido, aunque a veces se les mueran las plantas de su adosado y no sepan muy bien porqué.
Hasta que un día, en la cama y a punto de apagar la luz de la mesita de noche, la mujer del tipo duro que me hubiera follado con una almohada en la cara en una playa gaditana, le dice que tienen que hablar. Tenemos que hablar, Baldomero, tenemos que hablar. Algo habrá que hacer. Yo no puedo seguir así. No puedo con esta angustia, no puedo. Y sin esperar respuesta —porque hay preguntas que no las tienen— le pondrá la almohada en la cara a Baldomero, a ese tipo duro sin flequillo ya, en el dormitorio pintado de morado de su casa pareada, aquella casa que pagaron los padres por casarse con una rubia, la misma rubia que nunca fue rubia y que aprieta los dientes mientras continúa empujando la almohada contra la cara del tipo duro, pensando —seguro— que para qué si no están las amigas. Para qué.
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