El viernes pasado salimos a celebrarlo. No me acuerdo bien a qué motivo obedecía, la verdad, pero algo había ocurrido con Rajoy en España y como todos estabais celebrando esto o aquello yo me voy inventé mis propias razones.
No iba a darle más uso a este jotapegé que almacenarlo para el recuerdo -para esos momentos de nostalgia donde una tira de ceros y unos y casi nunca encuentra lo que busca porque lo que busca contiene otros números- pero estando en la terraza y con unas vistas como estas, se sentó en la mesa de al lado un chico joven que dos semanas después me ha hecho cambiar de opinión. Un chico joven con un cuerpo muy bien trabajado y una sonrisa de las que entran ganas de darle pequeños chorlitos para comprobar si es real y contiene algo dentro. Qué preciosa la palabra chorlito. Qué sonoridad y qué gracia.
Pues el chico chorlito llama a una camarera con dientes y cara y pechos chorlitos y ambos parecen reconocerse y hasta sonreírse entre tanta falsa perfección, con la Giralda de fondo y su marco incomparable, con las copas a dieciséis euros en una de las primeras tardes con el ansiado sol sevillano.
El chico chorlito levanta el dedo índice y pide. En un instante la chica chorlita le trae dos cockteles parecidos al mío. Está esperando a un amigo, pienso, o a su pareja. O a su hermana. Pues yo creo que está solo, me dice mi marido. Pero cómo. Para qué. Con qué objeto te vas a pedir dos copas a la vez a dieciséis euros si estás solo. Si eres solo. Si uno no necesita una segunda copa para disfrutar de las vistas, del sol, del silencio.
Los minutos pasan y el chico chorlito continúa solo, de modo que coge las dos copas, chupa con sus dientes chorlitos de la pajita de ambos cockteles -una rosa, una verde- y hace un bodegón con la Giralda de fondo, lanzando con el móvil ráfagas de jotapegés en todas direcciones, con su mano rozando sensualmente una copa y luego otra, dos copas llenas y luego a medio llenar que cuentan una historia que nunca ha ocurrido pero que la cuelga en Facebook a saber cómo.
A la camarera chorlita parece que la anécdota le parece algo normal y sonríe casi con ternura. Los seres chorlitos se entienden a la perfección.
Una vez conocí a una chica que se mandaba ramos de flores a la oficina de vez en cuando y decía que se las enviaba su marido. Con tarjeta de amor y todo. Esta chica se había creado su propio facebook con los pasillos y los despachos de la oficina. Con los suspiros de envidia de las compañeras. Probablemente desde su ventana se sintiera feliz o al menos fingía ser feliz para los demás y olvidaba así su mentira. Porque naturalmente acabó divorciándose de aquel hombre que no le regalaba las flores que ella necesitaba y la obligaba a esa orgía de las apariencias.
No sé porqué me he acordado de ella al ver las dos copas vacías del chico chorlito que no quería estar solo y fingía ante todos estar acompañado. Supongo que uno llega a creerse sus historias y por eso las publica. Desde luego que hay facebooks de todos los colores: de comunidades de vecinos, de grupos de whatsapp de madres y padres de alumnos, de gimnasios, de asociaciones.
Los cuentos de las redes sociales son cerrados y perfectos, pero las historias reales se calientan y se derriten al sol de una terraza porque nadie viene a beber con nosotros, titubean, se confunden. Las historias reales se marchitan y se divorcian y nosotros nos empeñamos en ocultar esa vida para inventarnos otra.
A mí, cuando salgo (sola o acompañada), me gusta mirar a los seres chorlitos, porque todo puede verse de muchas maneras, vivirse de muchas maneras y contarse de muchas maneras. Nunca hay silencio en la realidad. Y por eso me maravilla.
No hay aún comentarios