No hay exactitud y unanimidad en decir lo que un libro es. Un libro se compone de palabras y las palabras, ¿qué son? ¿Convenciones? ¿Símbolos vivos? ¿Símbolos inertes? ¿Un ir y venir? «Idea palpable/ palabra impalpable: la poesía/ va y viene /entre lo que es /y lo que no es.» (Paz, Octavio. “Gavilla”, dentro de Árbol adentro,en Lo mejor de Octavio Paz,Ed. Seix Barral, 1989, 358 pp.)
Tampoco existe unanimidad, por tanto, a la hora de enumerar las razones que impulsan o deben impulsar a la lectura. ¿Por qué leer? ¿Por qué leemos?
Retrocedamos un paso para poder luego avanzar en las razones que encontramos para leer un libro y centrémonos en la definición del verbo leer. Dice la RAE en su segunda acepción que leer es:
«Comprender el sentido de cualquier tipo de representación gráfica. Leer la hora, una partitura, un plano.»
Por tanto, y a pesar de que la palabra lectura se asocia generalmente a un texto escrito, lo cierto es que el ser humano lee constantemente todo tipo de realidades, porque decodifica continuamente los mensajes que le rodean, aunque no estemos hablando del código literario. Desde que nacemos no hacemos sino leer: el lenguaje corporal de la madre que nos amamanta, de los que nos rodean, del primer amor, los sonidos, los olores y en general toda la realidad que nos envuelve.
«De esta forma, el acto del humano de observar su entorno, a fin de interpretarlo, entenderlo y aprender a manejarlo, puede ser interpretado como una decodificación de su realidad, lo que llevaría a concluir que la lectura está totalmente relacionada con este hecho, por lo que se podría afirmar que el humano antes de aprender a manipular su realidad o relacionarse con ella, debe aprender a leerla.» (Ensayo sobre la lectura, El pensante).
Aprender a leer nuestra realidad parece, por tanto, esencial para nuestra supervivencia y socialización. Y aunque pueda parecer un proceso sencillo y unívoco, lo cierto es que la decodificación de cualquier mensaje entraña sus riesgos, ruidos y múltiples interpretaciones. Incluso cuando hablamos en términos literarios, leer implica mucho más que la simple decodificación de un código.
“Una carta no dice lo que quiere decir solo con lo que está escrito. Las cartas, como los libros, se leen también oliéndolas, tocándolas, manoseándolas. Por eso las personas inteligentes te dicen ‘lee la carta a ver qué dice’ y las estúpidas ‘lee la carta a ver qué pone’. La verdadera habilidad está en leer la carta por entero y no solo lo que dicen las letras…” (Pamuk, Orhan. Me llamo Rojo. Turquía: 1998)
Y si decodificar la realidad favorece nuestra supervivencia, la lectura en términos literarios es una ayuda nada desdeñable para conseguirlo, ya que nos ayuda a comprender tanto el mundo como a nosotros mismos, obligándonos continuamente a ponernos en el lugar del otro, de los otros, viviendo sus vidas desde una posición cómoda de cierta seguridad, y haciéndonos más empáticos y solidarios como apunta Jorge Volpi en El cerebro y el arte de la ficción.
El libro, decíamos, se compone de palabras, al igual que la carta de Pamuk. ¿Pero qué son las palabras sino símbolos muertos que recobran vida cuando el libro se abre, se manosea, se subraya o se desmiembra? Lo hacemos revivir, re-existir, cuando alguien lo lee y hace referencia a él.
Y en el lado inverso de este proceso, leer es mucho más. Hace unos días planteaba la pregunta en redes sociales. ¿Por qué leer? ¿Por qué leemos? «No todo el que recorre con los ojos una línea está leyendo», me comentaba a colación de mi pregunta el escritor Felipe R. Navarro. Porque efectivamente leer es un proceso activo, no una mera decodificación del lenguaje. El lector se deja la piel en la lectura, pone su experiencia, su momento vital, su entorno, situación, conocimientos y experiencias. Quizás por eso no haya dos interpretaciones idénticas de la misma obra. Y quizás por eso también no haya dos razones gemelas para acercarse a las páginas de un libro.
Interpretamos un libro desde la vida. De hecho, si la misma persona leyera el mismo libro en dos momentos diferentes de su vida, la experiencia lectora en ambos momentos serán diferentes. O como afirma Ítalo Calvino en su ensayo Por qué leer a los clásicos: «(…) leer por primera vez un gran libro en la edad madura es un placer extraordinario: diferente (pero no se puede decir que sea mayor o menor) que el haberlo leído en la juventud. La juventud comunica a la lectura, como a cualquier otra experiencia, un sabor particular y una particular importancia, mientras que en la madurez se aprecian (deberían apreciarse) muchos detalles, niveles y significados más.»
Los libros, pues, facilitan el diálogo con los otros y con nosotros mismos. Abre una conversación fructífera con el autor y su obra, ya que nos abre la puerta al conocimiento, nos invita a descifrar el mensaje que otro ha construido. Leer es aprender de otros. Leer es aprender a pensar a través de las palabras ajenas, descubriéndonos a su vez cómo pensaba el autor. Es echar un vistazo al tiempo en el cuál vivía el autor, que nunca será el que estamos viviendo en este mismo momento.
Como decía, de la pregunta lanzada en redes sociales de por qué leer, es posible sacar una conclusión general: a pesar que muchos lectores y autores coincidían en algunas de las razones, éstas son tan variadas y tan llenas de matices que no es posible formular una lista cerrada de las razones más importantes.
Vivir la vida de otros, el mero disfrute (estético o no), comprender mejor el mundo y a nosotros mismos, la lectura como refugio, como evasión, la lectura para el conocimiento o la lectura para el entretenimiento, la lectura susurrada, en voz alta, la lectura íntima y silenciosa, y un largo etcétera.
«La escuela y la universidad deberían servir para hacernos entender que ningún libro que hable de un libro dice más que el libro en cuestión» (Calvino, Ítalo. 1981) Y es en su encuentro con el lector (con los lectores), donde la obra se completa. Por eso las interpretaciones de una obra son infinitas y llenas de matices, porque de igual modo lo es el acto de leer y la relación íntima y sin intermediarios que se establece entre la obra, el autor y el lector.
Como apuntábamos al inicio, somos seres lectores en tanto nacemos descifrando mensajes continuamente para poder existir en la realidad que nos ha tocado. Pero también somos seres narrativos: nos contamos la vida (nuestra vida) continuamente, las recordamos con palabras, como fragmentos de historias, y cuanto más lejana en el tiempo es la anécdota, menos olores y colores desprende y más palabras le abrochamos.
También le contamos nuestra vida a los demás. Fíjate lo que me ha pasado hoy, o mira lo que pasó el otro día. Esto nos convierte en narradores y protagonistas de nuestra propia vida. Algunos -incluso- se la inventan, siendo tremendamente creativos a la hora de narrar sus anécdotas cotidianas. En «Escribir y rescribir», Gloria Fernández reflexiona sobre las razones que nos lleva no a leer, sino a escribir. Cita entonces a Freud y a ‘El poeta y los sueños diurnos’ para exponer cómo Freud defendía que los instintos insatisfechos son las fuerzas que impulsan nuestras fantasías y que cada fantasía es por tanto una satisfacción de deseos, una satisfacción de la realidad insatisfecha.
¿Existirá, entonces, una relación directa entre el grado de felicidad e insatisfacción del ser humano como lector a la hora de tener nuestras razones para leer? ¿Leen más las personas insatisfechas que las felices? ¿O quizás este concepto está directamente relacionado con la búsqueda del placer?
«En cuanto los impulsos conscientes se hallan siempre en relación con placer o displacer, puede también suponerse a estos últimos en una relación psicofísica con estados de estabilidad e inestabilidad, pudiendo fundarse sobre esta base la hipótesis, que más adelante desarrollaré detalladamente, de que cada movimiento psicofísico que traspasa el umbral de la conciencia se halla tanto más revestido de placer cuanto más se acerca a la completa estabilidad, a partir de determinado límite, o de displacer cuanto más se aleja de la misma, partiendo de otro límite distinto. Entre ambos límites, y como umbral cualitativo de las fronteras del placer y el displacer, existe cierta extensión de indiferencia estética…» (G. Th. Fechner, 1873)
Sea como fuere, la mera pregunta de por qué leer abre todo un mar de posibilidades a explorar, un desafío que lanza otras cuestiones igual de subjetivas y complejas vinculadas a la experiencia lectora, como por ejemplo qué leer o cómo hacerlo. Seguro que de querer, todos encontraríamos razones más que poderosas para aventurarse a leer las páginas de un libro. Y ante la duda de qué libros leer, hay pistas para que cada uno se construya su propia biblioteca, como la carta que Kafka le escribió a su amigo Oskar Pollak:
“Si el libro que leemos no nos despierta como un puño que nos golpeara en el cráneo, ¿para qué lo leemos? ¿Para que nos haga felices? Dios mío, también seríamos felices si no tuviéramos libros, y podríamos, si fuera necesario, escribir nosotros mismos los libros que nos hagan felices. Pero lo que debemos temer son esos libros que se precipitan sobre nosotros como la mala suerte y que nos perturban profundamente, como la muerte de alguien a quien amamos más que a nosotros mismos, como el suicidio. Un libro debe ser como un pico de hielo que rompa el mar congelado que tenemos dentro.» (Franz Kafka a Oskar Pollak, 1904)
Referencias bibliográficas
• Calvino, Italo. Por qué leer los clásicos. Madrid: Siruela, 2009
• Fernández, Gloria. Escribir y rescribir. Un manual para la corrección de los textos narrativos. Madrid: Ediciones y Talleres de escritura Fuentetaja, 2008.
• G. Th. Fechner. Algunas ideas sobre la historia de la creación y evolución de los organismos (1873)
• Kafka, Franz. Carta a Oskar Pollak, 1904
• Pamuk, Orhan. Me llamo Rojo. Turquía: 1998
• Paz, Octavio. “Gavilla”, dentro de Árbol adentro,en Lo mejor de Octavio Paz,Ed. Seix Barral, 1989, 358 pp.
• Ensayo sobre la lectura, El pensante.
• Volpi, Jorge. «Leer la mente» en El cerebro y el arte de la ficción. Madrid: Alfaguara, 2011.
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