Conversaciones ante el Guadalquivir

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Nos encontramos a una pareja muy joven: un chico y una chica. Un poyete. Una conversación al abrigo de la noche mirando al Guadalquivir. La chica se toca el pelo rizado, lo enreda entre sus dedos, pero el que verdaderamente parece nervioso y desubicado es él. Los oigo mientras bajo las escaleras con la solería levantada, sorteando huecos y vacíos.

Y la conversación de nuevo, a dos pasos:
– Te lo juro. Lo he intentado con los tíos. No es que sea lesbiana, no es eso. Pero me gustan más las chicas, no me gusta hacerlo con los tíos. No me gusta. No disfruto. Y mira que lo he intentado.
– (…)

No escucho la respuesta de él. Creo que sólo se encoge de hombros. ¿Qué hace uno con una confesión así? ¿Hundirla en el río? Me escabullo por uno de los escalones con sus agujeros dibujados en el suelo, mientras me pregunto si hay algo que merezca tanto la pena como para intentarlo con semejante ahínco. Qué pena, pienso, qué pena que ya en las aulas no se enseñe filosofía ni se lea a los poetas. Qué tristeza no poder susurrarle las palabras de Leopardi, ese bucear por la filosofía de lo inútil, ese gritar a los cuatro vientos que lo placentecero es -casi siempre- más útil que lo útil mismo.

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