¿Sabes?
Yo tendría unos cinco años cuando creía que el intermitente del coche era el salvoconducto para girarlo. Si no usabas el intermitente, el coche simplemente no podía modificar su dirección.
Esa simplicidad del mundo duró algunos años. Luz parpadeante a la derecha para girar a la derecha. Luz parpadeante a la izquierda para girar a la izquierda. Y todo estaba en orden y en calma, porque mi padre siempre accionaba la palanca en el momento perfecto, oportuno, justo. Para que las ruedas viraran y el cosmos siguiera su curso.
Una tarde en plenas navidades, tendría yo unos seis o siete años, fuimos los cuatro en coche a hacer recados. Los recados solían hacerse en familia, en clan, porque si no recibían el nombre de mandado o mandadito. Aún hoy día, si mis hijos le preguntan a mi madre por mi padre y la respuesta es que ha ido a hacer un mandado, me miran cómplices susurrando un «habrá salido a fumar». Un mandado siempre tiene algo de secreto o prohibido.
Pues de igual forma que hubo un día en que mandado y recado dejaron de ser sinónimos en mi familia, hubo otro momento en mi niñez que aún a veces recuerdo no sin sentir que los pantalones se encogen o se agrandan, dependiendo de la luz y del estado anímico.
Habíamos ido a hacer recados, decía, y ellos entraron en una tienda de pequeños electrodomésticos del hogar. En la puerta, un Papá Noel regalaba caramelos y escuchaba deseos infantiles, mientras nosotros esperábamos en el coche y lo observábamos a través de la ventanilla. No recuerdo bien cómo ocurrió, pero lo cierto es que en la vida hay simultaneidades indescifrables, de modo que a la vez que ellos entraban en el coche con sus paquetes, mi hermano y yo salíamos de él obedeciendo a nuestro deseo de glucosa de colores.
Mientras hablábamos con el Papá Noel para que nos diera algunos caramelos, aquel día de recados, descubrí tres cosas:
La primera, que bajo la barba blanca no había ni una sola arruga pero sí había vellos negros que yo quería tocar; el segundo descubrimiento, que era imposible que aquel Papá Noel de doble capa pudiera retener todos los deseos escupidos por los niños. Menos aún hacerlos realidad.
La tercera epifanía sobrevino cuando mis padres, sin percatarse de que nos habíamos bajado del coche mientras ellos subían, se marchaban avenida Luis Montoto abajo sin -¿cómo demonios era posible, eh?- sin poner el intermitente izquierdo para incorporarse en su correspondiente carril.
Nuestra orfandad duró apenas unos minutos, claro, el tiempo necesario para que, según nos contaron, papá pensara qué callados van los niños, para que mamá dijera qué callados van, para que uno mirara por el espejo retrovisor sin vernos y para que ella gritara asustada un ¡los niños!, mientras forzaban un cambio de sentido sin intermitente.
Desde que fui testigo del primer giro sin intermitente me dediqué a observar quién los ponía. Ya no en el coche, no, sino en la vida. Quién lanzaba una luz a la izquierda o a la derecha para facilitar la comprensión de los otros. O quién exhibe su luz derecha para girar a la izquierda y provocar desconcierto. Hay tardes como hoy en las que la luz del atardecer me recuerda a todos los intermitentes doblegados y durante unos minutos vuelvo a sentirme una niña sola apretando en el puño un caramelo, mientras me reprimo el deseo de tocar las barbas reales y oscuras que hay bajo todas las demás postizas y observo cómo las horas desaparecen por el horizonte sin un intermitente al que agarrarse.
Foto: Antonio J. Becerra. Alghero, Julio 2020
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