A los Reyes Magos, desde bien pequeñita, siempre les pedí cosas extrañas.
Al principio, para ponerlos a prueba. Luego, para probarme a mí. Nunca tuve el problema de no saber qué desear, quizás en parte por esa grieta o vacío que sentimos algunos, cuando escribimos, cuando anhelamos, cuando vivimos.
Recuerdo un año que deseé, muy bajito y sin apenas un movimiento de los labios: queridos Reyes Magos, este año necesito dejar de ser fea. Tenía trece años y era la más flacucha y desgarbada de todas mis amigas. La más plana, la más velluda. Las más gafotas. La más patosa y distante. En mi diario tengo páginas repletas de ese Sí, soy fea. Y qué. Un atrevimiento tembloroso y poco honesto, un desafío más que a la niña que era entonces, a la mujer en la quería convertirme.
Pero aquel año le gusté por primera vez a un chico y reventé de alegría, llegando a pensar que quizás la magia también roza a las feas y a su empeño. El júbilo fue tal, que compartí con una amiga lo que entonces poseí como un logro, y supe que (a esa otra conclusión llegaría años más tarde y tras varios fracasos amorosos) el temblor en los labios y la sequedad en la boca es en gran medida cuestión de suerte.
En las calles de los ochenta se rumoreaba que una mujer hermosa todo lo conseguía pero, tras visitar esquinas y bares, madrugadas cuajadas de batallas internas y bailes desenfrenados, muchas de nosotras llegamos a la conclusión de que esa cábala, ese todo, estaba tan vacío que no nos interesaba en absoluto. Veo continuamente mujeres bellas con una permanente sombra de infelicidad.
Luego llegaron las curvas y los pechos erguidos. Dejé de desear dejar de ser fea. Puede parecer contradictorio, pero no fue más que un sosegado triunfo a la evidencia.
Hubo otras navidades en las que pedí ser artista; hacer vibrar con zapatos de bailaora el suelo. Crear música, sin temor a resquebrajar muchas expectativas. Entre compás y compás, los silencios.
Silencios.
Yo quería ser artista y no quería hacer la comunión. Pensaba que los pecados se cantaban y bailaban en público, como las bulerías, delante de familiares y compañeros en medio de la liturgia. Las palabras, ya se sabe, dejan de pertenecer a una cuando se lanzan al vacío y otros las acogen.
Yo no quería desprenderme de las palabras. Me daba miedo enfrentarme a un jurado colectivo que decidiera que no era lo suficientemente lo que fuera y que no cumplía con los estandartes de la moralidad imperante.
Pero, en realidad, yo no quería hacer la comunión porque había cometido un crimen que no confesé hasta muchos años más tarde. Era la época de los primeros mandos a distancias con botones casi nobles, de los juguetes teledirigidos para niños y de las muñecas peponas para futuras madres:
—¿Por qué anda? ¿Qué tendrá dentro?—me preguntó un día mi hermano con seis años lleno de curiosidad por los mecanismos que hacían moverse al robot que le trajeron los Reyes.
—No sé.
—¿No?
—Ni idea.
—¿Qué pasa si vemos lo que tiene dentro?
—Vale. Clávale un tenedor —le susurré.
Y él lo hizo. Le clavó el tenedor en el ojo izquierdo y su amigo se desinfló al instante. Lo castigaron. Durante esos días, comencé a vislumbrar el inmenso poder de la palabra:
Clávale un tenedor.
Luego pasó la vida. Siempre ocurre eso. La vida pasa y por más que tratemos de aferrarnos a las palabras, todo ocurre con una rapidez abrumadora: me enamoro en inglés, viajo, el océano se siente demasiado grande, me vuelvo a enamorar, me caso, tengo un hijo, me marcho a Bilbao, sueño en inglés, se me cae el pelo, se me caen las palabras, olvido las palabras, ellas me olvidan, me divorcio; me levanto, me ayudan a levantarme, me enamoro de nuevo, me dejo llevar, me dejo vivir, la hija. Vuelvo a mis raíces. Dejo de escribir y cada día que pasa siento que no escribir es como soñar sin acordarse luego, pero las palabras no vuelven.
Silencios.
Clávale un tenedor.
Compases.
Palabras.
Un día, hace poco, me doy cuenta de que han pasado muchos años y de que la muerte forma parte de este narrarse sin saber. La muerte desentierra algo que estaba oculto, porque lo más importante nunca se cuenta sino que es la historia de lo no dicho.
Este año, siguiendo mi tradición de deseos inusuales (una espalda nueva, un compañero de baile, recibir una carta manuscrita en el buzón) le había pedido a los Reyes ganas, muchas ganas.
Ganas de pasear por el río hasta llegar a la Torre del Oro. Ganas de que no me molesten las personas con las que me cruzo sino que sienta su arrullo al rozarme. Ganas de rozarme. Ganas de pasear de la mano. Ganas de besar y abrazar a mis amigos. De reír con el alma abierta, sea lo que sea eso que llamamos alma. Ganas de zapatear la tarima bailando por bulerías. Ganas de cantar y que me canten. De abrir los ojos por la mañana y saltar de la cama sin que me pesen los tenedores clavados. También ganas de leer y de no poder resistir luego las ganas de escribir, escribir lo que sea, cuentos, quizás una novela, escribirme a mí misma, escribirle a mis ganas para soliviantarlas. Ganas de salir a correr y de levantarme un día a las diez. Ganas de salir a bailar con el que ya no está en Facebook, de hacer el amor, mucho, de perderme, mucho.
Esto lo he deseado sin darme apenas cuenta de que las ganas me han seguido los pasos desde que nací, se han sentado a mi mesa, me han acunado en silencio y han abrazado a mis hijos de noche. Estas ganas que ahora pido y ansío, han caminado conmigo siempre. No había otra forma.
Cuando me he acercado al árbol, he desenvuelto mi regalo. Y luego me he lanzado a las calles hasta llegar al río, de la mano de mis ganas, poniéndome los tacones a la vuelta, no en la tarima, no, sino en el suelo del salón, mientras el conejo y el hámster me miran extrañados pero sin apartar sus ojos negros de mi sudadera amarilla, esa sudadera que mi hijo me presta con nostalgia, el mismo día que eligió para cantar en la ducha de nuevo y que me obliga a abrir el libro de Carlos con esa felicidad que hay en el dejarse llevar, en el abandonarse a la suerte.
He leído la mayoría de los cuentos contenidos en este volumen. En distintos momentos, en distintos poyetes al sol. Le doy las gracias bajito por ayudarme a encontrarme con mi yo de entonces, fuera quien fuera. La mañana de Reyes abro el prólogo de Carlos, y se me nublan los ojos, y se me seca la boca, y me tiembla pudorosa la barbilla.
A los Reyes Magos, desde bien pequeñita, siempre les he pedido cosas extrañas. Y es aquí, en el sótano de mis ganas, donde dormitan todos los cuentos que aún no he leído y que no son sino vidas bien contadas, como hace él.
4 comentarios
No sólo las ganas te han acompañado desde que naciste. También la gracia, el decir que conmueve, la palabra exacta. Chapeau.
Gracias, Sandra, gracias <3
A propósito de tu relato de Reyes he recordado un episodio de infancia. Cuando tenía unos cinco años mis tíos, mis tíos ricos, porque casi todos solemos tener un tío rico en la familia, me regalaron por Reyes un majestuoso caballo de cartón piedra que trotaba sobre cuatro rueda y que era la envidia de todos mis amigos que cabalgaban sobre un palo de escoba. Después de la sorpresa, y del soberbio paseo matinal por las calles del pueblo, con una punta afilada fui abriendo poco a poco su abdomen para comprobar que era un caballo de verdad y tenía sus correspondientes tripas. Dentro había nada. Después, con los años, me enteré de que lo que el caballito escondía en sus entrañas era eso que en las clases de física llamaban el vacío. Desilusionado lo cabalgué pero tan grande fue la herida abierta que se partió en dos y ya nunca pude trotar en ese caballo alado sin alas que volaba sobre cuatro ruedas de madera. Al cabo de unos días, convenientemente troceado, sirvió para alimentar el fuego de una chimenea que se batía con los fríos de un invierno helador.Y mirando cómo el fuego consumía los restos de mi caballito comprendí, triste y desesperanzado, que la mayoría de las cosas de esta vida eran mentira. Gracias por tu relato
Hola Santiago. Qué historia más triste y más bonita.
Disculpa el retraso. Pensé que te había respondido, pero se ve que mis palabras quedaron perdidas por algún lugar. Quién sabe…
Tu historia me ha recordado muchísima a otra que mi suegra le contaba a mis hijos, cuando de pequeña pedía y pedía una muñeca por Reyes. Un año, no se sabe si de tanto desearla, los Reyes Magos aparecieron con una y ella, felicísima, se fue a bañarla en un lebrillo para darle un baño calentito. No sabía que estaba hecha de cartón piedra. Su sueño se hizo jirones la misma mañana de Reyes. Probablemente aquel día dejó de creer en la magia.