Cuando era pequeña, me aficioné al chupe. La querencia fue de tal envergadura que el chupe nunca más fue chupe sino puto porque mi padre -desesperado como solo se desesperan los padres- se pasaba el día diciendo Quítale a la niña ese puto chupe. Puto chupe. Puto. Así funcionan algunas metonimias.
Me llevé un tiempo anhelando, llamando, ansiando y suspirando por el Puto –¿dónde está el Puto, eh, dónde?-, sin comprender semejante abandono. Supongo que aquel fue mi primer desengaño.
Mi hijo sentía querencia por una gasita, una que acariciaba y olía a todas horas para conciliar el sueño y calmarse. Decían que así me sentía más cerca, porque las gasitas de los bebés, por más que se laven y se perfumen, siempre esconden ese tufillo a leche agria y a vida. La olvidó un buen día y decidió continuar creciendo. Mi hija también tuvo su episodio con el chupe, pero una tarde primaveral su padre la cogió en hombros para que ella misma colgara el chupe en el Árbol de los Chupetes, ese que aún existe a orillas del Guadalquivir y cuyos frutos son los sueños de látex de los bebés sevillanos. Apenas lo echó de menos un par de noches, aunque adivino cierto tono de nostalgia cuando paseamos por allí y el paisaje nos envuelve.
Leo que el objeto funciona como sustituto de los abrazos que necesita el niño. En los adultos, en cambio, es un acto de amor hacia los objetos. Hasta ahí, bien. No hay pesimismo en echar de menos algo sin alma, ni tampoco nos hace más vulnerables de lo que en realidad somos -así como poseerlos no nos convierte en valientes-. A lo sumo, pienso, a los seres mediocres como yo, los objetos nos someten a nivel neuronal. Nos alteran el ánimo.
Ayer, de camino a la oficina, perdí la pluma de mi padre.
No sé si he contado alguna vez que de pequeña apenas jugaba a las muñecas. Tuve una que recuerdo bien, eso sí, la Uga, a la que bauticé así tras nacer mi hermano Ugo y como señal de protesta, intuyo, porque yo quería una hermana. No creo que yo jugara mucho a ser ama de casa. Nada de ser madre o esposa. Nada de cocinar ni barrer. Basta conocerme para entenderlo. Sin embargo, amontonaba folios o papeles, cogía prestada una calculadora e imaginaba que mi lápiz de mina blanda era la pluma con la que escribía mi padre y ahí sí, ahí me sentaba en un despacho hecho con cajas y me pegaba horas jugando: qué haces niña, haciendo cuentas, qué haces niña, escribiéndole a fulanito, encargándole esta pieza, corrigiendo esta otra.
Ayer, de camino a la oficina, perdí la pluma de mi padre. Se lo he contado a un amigo escritor para apaciguar mi temor a qué sé yo, a no poder escribir más tras perder la pluma, a que ocurriera algo, a tantas cosas. Pero él me ha citado a Machado: se canta lo que se pierde, me recuerda, añadiendo: también se canta lo que se gana, y se canta por cantar.
Tras dos años de silencio en este rinconcito, tras una pandemia, algún que otro achaque de vida y muerte, un libro de cuentos y una novela calentando mis manos, tras dos años, digo, y tras perder la pluma con la que soñé ser mi padre siendo niña, quiero volver a cantar por cantar. Comienzo retomando este blog que sí, ya sé, no es más que una tirita para el alma. Por eso, cuando he ido a anotar mis pensamientos sobre el apego, con la rabia de la pérdida distraída, he vuelto a acordarme de que no tengo mi pluma. Pero como soy en esencia optimista, me digo que en realidad debo sentirme muy afortunada de echar de menos una pluma y no a mi padre. Y acto seguido, casi sin conciencia, me descubro introduciendo un nuevo cartucho de tinta a una pluma morada que yo tenía de mis años de instituto, cuando ya escribía o pretendía hacerlo y leía a José Luis Martín Vigil, librando con este gesto a mis hijos de futuras frustraciones en caso de extravío de la pluma de su madre, pero volviendo yo a mis andadas, a mis apegos, solo que en esta ocasión -de perderla- me echaré de menos a mí misma.
Hay objetos que nacen para recordarnos a sus dueños y, otros, que nacen para convocarnos a nosotros mismos.
2 comentarios
¡Qué delicia leerte de nuevo!
Muy agradecida, Margarita 🙂