(Sueños)

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Hacía tiempo que no sabía nada de mi amiga S. hasta hace unos días que me guasapeó para celebrar que tras meses de cacería por el centro de Sevilla, por fin ha encontrado casa. Donde hay una casa bien puede haber un sueño, me digo. No sé si los sueños tienen humedades, paredes desconchadas, poca luz natural, cables pelados y apenas treinta metros cuadrados, pero llamo a su puerta y S. me abre embutida en su júbilo. Me viene a la cabeza un coach que conocí y que repetía continuamente la letanía de que los sueños no se cumplen, los sueños se trabajan.

S. lleva trabajándose su sueño durante meses, años, cuatro décadas –diría yo– desde que comenzó a buscar un trabajo digno que le permitiera independizarse, comer, vestirse, socializar de vez en cuando. Me siento en una de las dos sillas que tiene el apartamento y quiero compartir su alegría, pero la banqueta está coja y yo solo escucho el crujido de la tristeza en cada mueble, en la única ventana que descubro, en las grietas de las paredes, bajo la alfombra que silencia la cochambre.

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