El Jefe de Personal me dice: Bienvenida. Te esperábamos como agua de mayo.
Yo le regalo una sonrisa frágil, efímera, sin densidad, porque siempre recuerdo las palabras de mi abuela respecto a la risa de las mujeres, pronunciadas desde la experiencia más oscura, con sus ojos entreabiertos alérgicos a la luz: niña, una mujer que ríe pasa por descarada. Eso me decía. La risa es entrega y por eso yo la contengo, aunque a veces tenga ganas de carcajearme de todo el mundo como una lluvia fina que termine por desbordar el cauce, sobre todo cuando me cuentan que vengo a sustituir a una persona que se marchó de forma silenciosa. Ahora lo llaman quiet quitting o renuncia silenciosa, que no es otra cosa que cumplir con tus deberes en el trabajo, pero negándote a asumir tareas que no te corresponden. Establecer límites razonables es entonces el pretexto necesario para que la empresa te despida, de forma silenciosa, eso sí.
Yo contesto: Gracias.
Inclino la cabeza a modo de saludo, con una pizca de gravedad que sé que no viene a cuento. Me digo sin convicción que siempre es preferible pecar por defecto que por exceso en estas cuestiones cuando una comienza un nuevo trabajo, aunque mi abuela también me decía que las mujeres tristes resultan desagradables a los hombres, sobre todo si éstos ostentan un cargo. Hay que sonreír, pero con recato, sin desmadrarse en la carcajada. El Jefe de Personal apenas me mira. Me tiende la mano fría, sudada, que asoma de la manga de la chaqueta varias tallas más de lo que parece necesitar. Me alcanza una carpeta azul cobalto cerrada con un lazo ocre y repite: Bienvenida. Su tarea en nuestra empresa.
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