Fueron años buenos, plácidos. Mi hija con cuatro, con cinco, con seis. Mi hijo con algunos años más. Ambos con las manos llenas de preguntas, a cada instante, de esas que creíamos saber responder. Ese fue el tiempo en el que en casa hicimos grullas. Mil grullas para conmemorar en el colegio el día de la Paz y a Sadako Sasaki, una niña fuerte y atlética que, en 1945, con tan solo dos años, estaba en su casa cuando EE.UU. lanzó la bomba atómica en la ciudad de Hiroshima. Salió despedida por la ventana y quedó atrapada por la lluvia negra, pero a pesar de todo, sobrevivió. Sobrevivió hasta que a los once años enfermó de leucemia maligna aguda y fue hospitalizada. Su compañera de habitación le contó la leyenda japonesa de las mil grullas: a quien pliegue mil grullas de origami, se le concederá cualquier deseo. Ella le enseñó a Sadako cómo doblar las grullas de papel. El deseo le quemaba la sangre. A mí me enseñó mi hija a hacer grullas. El deseo de Sadako, sin embargo, no se cumplió.
Recordamos a Sadako este verano en nuestro periplo por Japón. Mi marido y yo lloramos en cada esquina del Museo Memorial de la Paz de Hiroshima. Mi hija volvió a contarnos su historia al tiempo que plegaba con mimo un trozo de papel cuadrado.
Jueves. 25 de enero. Fue un día malo, hostil. Ya saben, alguna discusión sin demasiada importancia en la oficina; pasear por una de las arterias de la ciudad y vislumbrar a lo lejos aquella persona que una vez amamos y que lleva años muerta –¿les ha pasado alguna vez, confundir a alguien con un muerto?–; la lluvia, que no termina de brotar; el sol, que no acaba por clarear el día; el ánimo empantanado, polvoriento; el dolor de la hernia que me acompaña desde hace décadas y que no cede; la muerte de una compañera a la que lloras y de la que no te pudiste despedir.
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