Mi amiga me hace una confidencia frente a un café sólo. Suelto la taza para estar más atenta y para que no me tiemble el pulso mientras ella comienza su crónica. Ha conocido a alguien. Está viendo a alguien. Pero hace unos días, en la única mesita de noche de la habitación del hotel que a veces frecuentan, el móvil de él vibró e iluminó parte del dormitorio.
Él alarga el brazo, lo coge, lee, vuelve a soltarlo. Un Cómo sería vivir junto a él se desliza por la grieta que hay entre el quicio y la puerta arañada. Un Cómo sería vivir junto a él que se fija en la piel de mi amiga. Las cuatro paredes son una isla, un bálsamo contra el hastío. El hastío de él se llama veinte años de matrimonio. El de ella diecisiete. Ella sabe que hay algo que ha cambiado en las sombras de aquel dormitorio que nunca fue sombrío. Un Cómo sería vivir junto a ella riza el mar y provoca un oleaje de mar de fondo. La presencia de la posibilidad acechando el remanso que construyen. La respiración de él también parece haber mutado, quizás. Agitada pero ajena al deseo, su cuerpo tenso quizás, la mansedumbre a la vida resuelta en la que ambos se gastan alzándose entre ellos como un espigón.
Quizás.
Él la mira:
—Dime: ¿En qué momento un pez se transforma en pescado?
—¿Qué clase de pregunta es esa?
—Una. Una pregunta. Venga, dime.
Ella lo mira a través de la noche, incapaz de interpretar sus facciones. La trenza se le ha deshecho, no sabe si por la fuerte marejada. Ella puede con todo excepto con el desprecio intelectual. Él lo sabe. Ahí se encoge y se hace pequeñita, él lo sabe; ahí la trenza pierde su consistencia, él lo sabe, justo antes de que la estupidez la sodomice. Ella siente que el miedo es libre y, sobre todo, que su miedo, cualquier miedo, siempre es verdad para el que lo alberga:
—Cuando muerde el anzuelo.
Casi es tu deber, piensa ella para sí misma sin soltar una palabra, ser pez. Libre. Permanecer en ese estado, aunque por otro lado, hay un placer inexplicable en dejarse cazar, en coquetear con el instante crucial en el que dejamos de ser lo que somos para mutar en otra cosa. Sobre todo después de diecisiete años.
—Un pez no deja de ser pez cuando se convierte en pescado. Somos nosotros los que usamos otra palabra para nombrarlo. El pez sigue sintiéndose pez. Moribundo, pero pez al fin y al cabo. O si no, ¿qué ocurre cuando una vez pescado, lo lanzamos de nuevo al mar?
Me viene a la mente –por mencionar un ejemplo cercano en el tiempo– el episodio del pasado año en Japón, cuando la costa se llenó de peces muertos, sin saber determinar con certeza la causa: la reducción de oxígeno en el agua, la sequía, la floración de algas, la sobrepoblación, el aumento sostenido de la temperatura del agua, las enfermedades infecciosas, los parásitos. El hastío. La infidelidad.
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