Madre no hay más que una

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(Dibujo: Juan Carlos Amaro)

Yo cosía a los trece
mangas de camisa
para caballeros de cuarenta,
y a veces también
los cuellos y puños.

La paga de los viernes
la dejaba en el mueble bar de la entrada.
Mi madre me obligaba a gastar
la mitad en vino de garrafa para sus noches solitarias.
La otra mitad, se lo tragaban las bocas de mis cinco hermanos varones.

Me casé a los quince
y dejé de coser para otros.
Sobre todo cuando
tuve cuatro hijos a los que había que coser
mangas
cuellos
puños
corazones.

Una mañana,
quizás cuando tenía veinte o veinticinco,
mi marido se fue tras unas faldas recién hilvanadas
que aún no requerían ni un remiendo.

Aunque el dolor escocía en la punta de los dedos
usando un dedal más duro
yo continué con lo mío,
que no era lo mío sino lo de ellos
lo de mis cuatro hijos con mis doce nietos
con sus llantos
su hambre,
y sus mangas
cuellos
puños
corazones.

Ahora soy mayor y vivo sola.
Ya no veo sin luz y por eso no coso cuando las calles se encienden.
Ahora que soy vieja,
a veces sueño que me necesitan
pero vivo sola
y nadie me visita
quizás porque para nada sirvo ya.

Por las noches
frente a la tele,
recuerdo que una vez tuve cuatro hijos
y doce nietos.
Pero en el reality de las diez hay tal griterío
que olvido la ausencia de las palabras que nunca me dijeron.

Hoy siento una tristeza rara,
como desenfocada.
Ha venido mi hija mayor de visita
y he esperado que me diga las cosas que nunca me dijo.
En cambio, me ha pedido cogerle el dobladillo
para un vestido.

Madre, el dobladillo.

Y sí, claro, me postro ante sus pies
como tantas otras veces.
No hay nada de lo que preocuparse
porque al fin y al cabo,
ella coser nunca supo
y madre,
madre no hay más que una.

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