Dircurso para la recepción del 57º Premio Libro de Cuentos de Fundación MonteLéon (2022)

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Buenas tardes a todos.

Traigo escritas algunas ideas, quizás inconexas, para compartir con vosotros.

No cabe empezar con otra palabra que no sea GRACIAS.

Gracias a la Fundación MonteLeón por apostar por la cultura de una manera pulcra y valiente. Gracias también a Rogelio Blanco, Margarita Torres, Galo Senovilla y Luis Marigómez por darle la oportunidad a otras voces diversas, dispares, voces que nadan en los márgenes de los circuitos establecidos. Y un último agradecimiento, casi tembloroso: GRACIAS por creer en el cuento.

Primera idea: Érase una vez.

Eso me dijeron. Y desde entonces ya no quise jugar a las muñecas, ni vestirlas, ni remendar dobladillos, ni usar cocinitas. Desde entonces -digo- solo me obsesionó la historia de por qué contamos historias.

Segunda idea: Les voy a proponer un sencillo ejercicio. Intenten recordar la primera vez que alguien les contó un cuento.

¿Qué sintieron? ¿Duermen en la cuna o en la cama? ¿Hace frío? ¿Es de noche? ¿Cómo es la voz que nos cuenta? ¿Escuchan el cuento con los ojos cerrados, o bien abiertos? Intenten recordar qué abismo abrió esas tres palabras únicas en el mundo: Érase una vez. A partir de ese momento, la historia contada cobra vida. A partir de ese momento, el cuento nos sucede, nos ocurre.

Somos cuento. Creo que no me equivoco si afirmo que todos hemos sido alguna vez el cuento de alguien. A todos -desde esa historia primigenia- nos han contado.

Difícil tener certeza de qué puertas abren estas tres palabras. Qué fuerzas soliviantan, pero diría que nos ayudan a abrir la cancela de la jaula en la que vivimos y nos arrastra a un caos controlado, a un fuego que no puede arrasarnos, a un frío tibio.

Tercera idea: De la cuna a la adolescencia.

De los trece a los veinte y tantos viví junto a una de las dos prisiones de Sevilla. En la cárcel de la Ranilla -en pleno corazón de la ciudad- dormía muchísimos fines de semana porque mi mejor amiga era la hija del director. La familia al completo vivía dentro de la prisión. ¿Lo pueden imaginar? Latía un hogar en la planta alta de un edificio donde se materializaba toda privación de libertad.

Por entonces, las normas eran los pilares -los barrotes- de mi casa. Ninguna de ellas casaba con mi forma de entender el mundo, de manera que encontré mi particular válvula de descompresión: los libros, y dormir en casa de mi amiga, en aquel hogar incardinado en la cárcel. No deja de tener su gracia lo de sentirse libre entre muros y barrotes.

Después, ya de madrugada, cuando volvíamos de bebernos la noche, las dos juntas metidas en aquella estrechez de mantas desgastadas, siempre pensaba en ellos, en los presos cuyas historias dormitaban bajo el gres de una habitación colmada de pósters y cintas grabadas.

Cuarta idea: Quién sabe si fue en ese preciso instante cuando comenzó a gestarse, sin intención, estas Cárceles de azúcar.

Realmente no sé por qué, si la felicidad era esto, ese dibujar la vida que deseábamos bajo las sábanas sin temor, con restos aún de carmín y de risas, no sé por qué, me pregunto hoy, mi mente siempre viajaba al sótano de todos los buenos momentos, al hoyo oscuro y húmedo donde vivían aquellos delincuentes que no conocía, pero cuyo aliento podía sentir en mitad de la noche.

Quinta idea: Hay miles de cuentos en la periferia de la realidad.

Flotan en las esquinas. Para hacer literatura -creo- hay que subirse a un tren, beber en los bares, tener noches de amor, bailar en la playa, hay que deshilachar las calles de tu ciudad en un continuo viaje, hay que venir a León, y tener siempre a ítaca en la mente.

La escritura como actividad solitaria profundiza en nuestras heridas y las transforma en palabras y al hacerlas palabras, las despojamos del dolor, las compartimos y las exponemos. El que una editorial y una fundación te permitan publicar tu escritura es al principio un ejercicio doloroso. Es desgarrar el silencio tras el que nos escondemos. Es la oportunidad de decirle al mundo: mirad, estas son mis heridas. Estas son mis cicatrices.

Sexta idea: Escribimos literatura en soledad, pero nunca, nunca, hacemos literatura en soledad. Hacemos literatura en sociedad, en la vida, en compañía. En los bares, en los trenes y jardines. Hacemos literatura con el cuerpo, con un temblor en los labios, con hambre y la boca seca. Hacemos literatura en esa cuna donde nos susurraron el primer cuento y donde comenzamos a intuir que seremos el conjunto de relatos que nos ocurra.

Aquí os dejo, pues, algunas de mis cárceles de azúcar.

La mía, aquella prisión que me enseñó a volar, fue inaugurada en 1933, durante la II República. En junio del 91 la golpeó un atentado de ETA causando cuatro muertos y treinta heridos. Más tarde se abandonó y fue derribada en 2007. Hoy día es un centro cívico donde mi madre va a clases de palillos y sevillanas. No se me ocurre mayor oxímoron ni escarmiento. Ya no hay sótanos oscuros ni garita, sino un parque que linda con uno de los barrios más castigados de la ciudad, Los Pajaritos (bello nombre).

La prisión es ahora una manta de hierba en un útero menopáusico, un regalo ficticio de libertad y naturaleza que no deja de ser eso, otra de las cárceles de azúcar a la que todos nos abrazamos.

Desde aquí mi más sincero agradecimiento a La fundación Monteleón. Por convertirme en cuento. Pero sobre todo, por creer en la magia de esas tres palabras apenas intuidas en la cuna con la barbilla temblorosa. Érase una vez.

Y no puedo terminar sin un último reconocimiento a mi familia.

A mi padre, que me enseñó a leer.

A mi madre, que me enseñó -me enseña- que mostrar nuestra debilidad nos hace más fuertes.

A mi marido, por devolverme las ganas de contar.

A mis hijos, por contagiarme la sencillez en el ser feliz.

De ellos son todos estos cuentos.

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2 comentarios

  1. Me alegro muchísimo amiga mía. Ya sabía yo al escucharte leer historias en el taller de escritura, que esto iba a ocurrir. Y es solo el principio. Prepárate para todavía más cosas buenas. Besos 😀

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