Odio volar. A veces tiemblo. Y por eso vuelo, para hacer cosas que me aterren y fingir que las controlo. Pero lo que más odio es odiar por pura irracionalidad y miedo.
En el avión a Santiago, mientras despegamos, una chica junto a la ventana se tapa los oídos, cierra los ojos y se balancea hacia atrás y hacia adelante. Se acuna en su propio terror. Tendrá unos veinte años. La comprendo desde el otro lado del pasillo, así sin conocerla, porque nuestros miedos son poco originales, son mil veces repetidos, como los finales, que en realidad todos son el mismo.
De pronto, su brazo izquierdo. Desnudo. Lleno de cicatrices de diferente longevidad. Algunas líneas paralelas. Otras se cruzan como la línea de la vida, la de la muerte, la del dolor. Leo esta maravilla de Leila Guerreiro, recomendada por una de mis libreras habituales, pero su brazo me saca de estas páginas, esas cicatrices me sacan el terror del cuerpo por volar, me lo sacan como una cuchilla deslizándose sobre la piel diciéndome que duele la vida, no la muerte. Si Laila Guerreiro se hubiera encontrado con esta chica, le hubiera escrito una columna. Sobre la teoría de la gravedad.
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