No sé cómo aguantas tantos jarambeles, joía. Eso le decía mi abuela materna hace años a la niña que fui –sin cursivas y en negrita, como hablaban las abuelas entonces– cuando me disfracé de adolescente un mes de septiembre (calculo que a finales de los ochenta) y me propuse reafirmarme en la abigarrada estética hippie. Mi abuela lo soltaba como un reproche hacia aquellos flecos y bisuterías que yo creía que me engalanaban: No sé cómo aguantas tantos jarambeles. E inmediatamente después ese joía, esas tres vocales que albergaban en su tilde todo un mundo de nostalgia por intuirme mayor ya, sin remedio, mayor y guerrera, mayor y contestataria, tan precipitada empezaba a parecerle la vida lejos del trozo de pan con chocolate, de los primeros pasos que di de su mano trabajada, de la primera nieta que signifiqué para ellos y que aprendió a ser nieta mientras ellos tanteaban su papel de abuelos.
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