Hace unos meses, el grupo de teatro del Instituto público donde estudian mis hijos representó una adaptación de la obra distópica “Fahrenheit 451” de Ray Bradbury. El salón de actos se vistió de adolescentes representando una sociedad en la que los libros estaban prohibidos y donde un grupo de bomberos prendía fuego a los textos a la temperatura a la que arde la cultura. Nos calcinamos todos. Nos inflamamos. A 451 grados Fahrenheit. Recuerdo el estremecimiento general de muchos padres al ver a sus vástagos defendiendo así la cultura y rebelándose contra la censura.
Al finalizar, me acerco a la muchacha que interpreta a Clarisse McClellan para felicitarla por su actuación, sobre todo en el momento en el que le pregunta al protagonista (Montag, el bombero) si es feliz. ¿Es usted feliz? El salón de actos exuda entonces la contención de una sospecha: ¿Sabríamos nosotros responder, sin holgadas meditaciones, a esta pregunta?
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